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Andrés Freire

La malaria ecologista

A ver si me lo aclaran. El propósito de las cumbres-saraos como la de estos días en Johannesburgo es el de dar voz a los miserables de la tierra. Sin embargo, lo que se escucha en nuestras televisiones es a un joven blanco de clase media, que se arroga el derecho a exigirnos no-sé-qué-cosas en nombre de África y otros territorios desolados. ¿Qué ocurre, acaso en esos sitios no hay vida inteligente?, ¿carecen de voces formadas y articuladas? Claro que no, pero parece que su palabra ha sido raptada por organizaciones dedicadas a la gestión de la caridad y su expansión. Sólo un iluso puede creer que sus intereses coinciden con los de los pobres del mundo

Nada ejemplifica esto de una forma tan dramática y anonadante como la cuestión del DDT. Como saben, este pesticida se convirtió en la primera causa célebre del ecologismo desde que Rachel Carson publicara en 1962 su libro Silent Spring. En él, la autora acusaba al DDT de ser un envenenador silencioso del planeta, que estaba acabando con fauna y flora, y amenazaba a las personas.

El libro tenía dos rasgos, desde entonces recurrentes en el ecologismo. El primero es el uso de la política del terror. Es decir, la generación sistemática de pánico público, mediante datos exagerados y manipulados, con el fin de obtener poder y recursos. El segundo es una teología blanda que resuena en los corazones de occidentales idealistas y descristianizados: La sociedad tradicional que vivía en comunión con Madre-Naturaleza (el Jardín del Edén) ha sido corrompida por la industrialización (la Expulsión), por lo que es necesario volver a un mundo más natural (el Retorno).

La demonización y prohibición del DDT se convirtió a partir de la publicación del libro en banderín de enganche del ecologismo. Pero había un problema: este pesticida cumple maravillosamente su función, la de matar mosquitos, y por ello era usado masiva y exitosamente para erradicar enfermedades conectadas con ellos, como la malaria. Esta enfermedad había sido prácticamente erradicada en regiones donde antes era endémica. Sin embargo, a causa de las presiones del ecologismo, los países pobres empezaron a verse forzados por las burocracias humanitarias a abandonar el DDT a riesgo de perder las ayudas que mantenían en pie su sistema sanitario. El resultado, un aumento vertiginoso de la enfermedad, que hoy mata de nuevo a más de un millón de personas al año, e infecta a centenares de millones. Los sustitutos propuestos al DDT son mucho menos eficaces y bastante más caros.

El año pasado, a pesar de que ya nadie discutía los efectos asesinos de su campaña contra el DDT, los ecologistas intentaron que su producción fuera definitivamente prohibida a partir del 2006. Afortunadamente, mentes más dignas se opusieron (350 expertos en salud enviaron una carta a la ONU para evitarlo), y a ciertos países se les permitió su uso limitado, siempre que cumplan con un tortuoso y caro proceso burocrático.

Personalmente, confieso que desde que tuve noticia de este caso, dejé de considerar a los ecologistas como tontos bienintencionados. Ahora, cada vez que una cumbre-feria da ocasión de escuchar su simpática cháchara, las palabras que acuden a mi mente son aquellas que me han enseñado que no se dicen en público.

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