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Eva Miquel Subías

Nada que perder

Algo estamos haciendo rematadamente mal para que haya tantas y tantas mujeres que realmente no tengan nada que perder.

Ayer me acordé de un amigo periodista. Hace tiempo que no le veo, de hecho. Fue, en su día, ascendido a redactor jefe. Era francamente joven. Se había curtido en política nacional, era respetado y manejaba bien la información que las diferentes fuentes le suministraban. 

Un día, igualmente joven, se cansó y decidió explorar territorios lejanos. Escenarios pre-bélicos, territorios arrasados por desalmadas guerras, lugares recónditos donde las violaciones y agresiones sexuales a niñas y mujeres son el pan de cada día –sin castigo alguno–, o poblaciones donde el hambre es su única rutina.

Recuerdo cómo, desayunando un día, me dijo: vivo relajado ¿sabes por qué? Mis noticias apenas interesan, pasan los días sin encontrar un sólo hueco en una mísera esquina del periódico. Cuando pueden, la colocan. Y punto.

No diré el nombre del medio. Pero no se trataba precisamente de un diario alineado con ningún liberalismo feroz, precisamente. Más bien todo lo contrario.

Me impactó tanto su mirada al confesarme una situación, por otro lado, tan real, que vuelvo a ella cada vez que leo o escucho alguna noticia de este calibre.

Esta semana, sin ir más lejos, entre la indispensable información de una tendinitis crónica por abusar del uso de los Smartphone en el dolorido pulgar de no pocos usuarios y otra que no recuerdo, dieron la espeluznante noticia al respecto de las mujeres sudafricanas que se provocan a sí mismas nacimientos prematuros, sabiendo las malformaciones que tendrá su propio hijo, con el único fin de cobrar unas ayudas de su gobierno y así poder comer.

Sí. Han oído bien. Sacrificar su salud y la del hijo que llevan dentro, ingiriendo unas pócimas mugrientas de alcohol en unos centros donde ni siquiera llevarían al peor de los terroristas a interrogar, para lograr no morir de hambre. Ni ellas ni su familia.

No quiero ir de algo que no soy. Probablemente, a los pocos minutos de escuchar la noticia, el impacto se diluiría en el momento de colgar –yo misma– algún tweet frívolo y sin apenas sentido, o me quejaría del dolor incipiente en mi pulgar derecho, quién sabe.

Pero lo cierto es que no logro quitarme la noticia de la cabeza. Ahí está, resonando como un atormentado eco.

Conozco Ciudad del Cabo. Imaginaba, a escasa distancia, a los blancos pudientes paseando por Camps Bay y a los negros acomodados olvidándose de sus hermanos.

Y justo ayer, antes de escribir estas palabras, lo comenté con mi marido. Creo que voy a escribir al respecto del encuentro Mariano Rajoy y Artur Mas, tengo mi particular lectura. ¿Alguna sugerencia? –le pregunté, no sin cierto aire retórico–.

Pues no sé –me soltó–, pero creo que algo muy grave está pasando cuando hay mujeres que causan lesiones adrede al ser que llevan dentro con tal de poder comer. Y luego seguimos almorzando. Sin problemas. Pero tampoco pude olvidar su mirada. Me recordó inevitablemente a la de Pere.

Y francamente, no aporto ninguna solución. No tengo ninguna idea brillante. Pero necesitaba hablar de ello.

Verán. Un día antes había estado viendo a George Clooney en el programa Inside Actor's Studio". Lo cierto es que se metió a los estudiantes en el bolsillo a los cinco minutos de empezar su charla.

Una aspirante a actriz le preguntó al respecto de las audiciones; a lo que el atractivo y encantador actor le espetó: mira. Se me dieron francamente mal los casting. Rematadamente mal, diría yo.

Pero te daré la clave para superarlo –prosiguió–. No tienes un maldito trabajo, no tienes un papel mínimamente atractivo a la vista. En definitiva, mentalízate de que no tienes nada que perder. Así que ve relajada, haz lo que tengas que hacer y sigue con tu vida como puedas. Porque ella no cambiará para mal. Sólo puede hacerlo para bien.

Y, salvando las distancias y el ejemplo relajado que acabo de poner, algo estamos haciendo rematadamente mal para que haya tantas y tantas mujeres que realmente no tengan nada que perder. Y que tan sólo aspiren a acceder a una ayuda gubernamental con tal de sobrevivir, aún a costa de una hija con severas malformaciones físicas y mentales.

Así que permítanme que tan sólo les diga que mi cuerpo me lo pedía. Sin más. Y es que quizás, a estas alturas, tampoco una servidora tenga ya mucho que perder.

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