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CRÓNICA NEGRA

El crimen de "cintas verdes"

La finca El Jardinito, vecina a Córdoba, se tiñó de sangre en plena primavera de 1890. Un hombre que se encontró con varios cadáveres relataba impresionado lo que había visto a las autoridades, mientras el asesino disfrutaba de una tarde de toros.

La finca El Jardinito, vecina a Córdoba, se tiñó de sangre en plena primavera de 1890. Un hombre que se encontró con varios cadáveres relataba impresionado lo que había visto a las autoridades, mientras el asesino disfrutaba de una tarde de toros.
Plaza de todos
A las dos de la tarde del 27 de mayo de 1890 un hombre muy nervioso se presenta en el cuartel de la Guardia Civil de Córdoba. Es un campesino que parece haber visto al diablo. Trae la cara desencajada y apenas acierta a hablar. Los agentes que le atienden le piden que se serene y le pasan al despacho del teniente Paredes, un reducto acogedor en el cuartel de la Benemérita, situado en la que fuera casa de don Gonzalo de Córdoba. Van en busca del teniente mientras el hombre se sosiega. Desde la calle llega mucho bullicio. Es jornada de fiesta, uno de los días importantes de la popular Feria de la Salud en la capital cordobesa. Por la tarde torean tres monstruos de la tauromaquia: "Espartero", "Lagartijo" y "Guerrita".
 
La afición a los toros es grande en esta tierra y hay quien está dispuesto a empeñar el colchón para conseguir las tres pesetas que cuesta una entrada de sol. Aunque no haya para comprar aceite, habrá para ir a los toros. Lo que nadie se imagina es que aquel cartel extraordinario de tres ases del toreo es la razón última de una tragedia.
 
El teniente Paredes entra en su despacho y se encuentra a un hombre todavía tan agitado y empavorecido que da un respingo y se levanta de la silla.
-Siéntese, siéntese. Tómese el tiempo que necesite.
-Están todos muertos, mi teniente. ¡Todos! –dice el hombre muy afectado mientras se tapa el rostro.
-Tranquilícese. ¿Cómo se llama usted?
-Soy Braulio, el esquilmero de El Jardinito.
-¿Quiénes están muertos?
-Todos, todos. ¡El guarda, Pepe Vello; el arrendador, Rafael, y la casera, la señora Antonia!
-¿Cómo los encontró?
-Iba yo por el olivar cuando me tropecé al pobre Pepe Vello. Estaba tirado en el suelo. Corrí a la casa a pedir ayuda y me topé por el camino al pobre Rafael, también muerto. Sin saber qué hacer, seguí hasta la casa y allí me llevé el susto más grande: descubrí a la señora Antonia con el cuello cortado.
-Prepárese que nos vamos ahora mismo a ver lo que ha pasado.
 
El teniente Paredes llama al cabo y le ordena que prepare los caballos para ir a toda prisa al cortijo El Jardinito, propiedad del duque de Almodóvar del Valle, situado a una legua de la ciudad. Al poco salen los guardias con Braulio por la puerta del cuartel. Marchan a galope tendido por lo que tardan muy poco en llegar al lugar de la tragedia. El teniente desmonta y echa pie a tierra cerca del cuerpo de José Vello, el guarda jurado. En seguida comprueba que ha muerto de un tiro en el pecho. Poco más allá está el cadáver de Rafael Balbuena, el arrendador del predio, que también tiene un tiro mortal en el pecho. Siguiendo en su rastreo por el cortijo, con la ayuda de Braulio que conoce bien dónde han quedado los cuerpos, llegan al lugar en el que está tendida Antonia Córdoba, la casera. La mujer todavía conserva un hilo de vida. Cuando el teniente le pregunta quién la ha herido de muerte, Antonia, muy bajito, murmura unas palabras que parecen incoherentes:
-Cinta... verde.
 
Nada más sale de su boca. El último esfuerzo ha terminado con su vida. Antonia expira con una leve convulsión. Paredes le cierra piadosamente los ojos mientras le da vueltas a lo que le ha dicho: "¿Cinta verde? O ¿Cintas Verdes?" Es un apodo, seguro. El sobrenombre del asesino, piensa el teniente. Se trata de una confusión que retrasará unas horas la solución del crimen. Paredes cree que por ese día había recibido bastante ración de horror. Parece más de lo que puede soportar. Pero se equivoca. Aún falta lo peor. Un guardia le llama desde la casa pidiéndole que se dé prisa en acudir. Allí se encuentra con la parte más dura del drama: en la casa están los cuerpecillos degollados de dos de las hijas de Antonia, la casera. Son niñas de tres y seis años.
 
El teniente Paredes, que es un hombre duro y de fuerte carácter, tiene que apoyarse en la pared para asimilar el encuentro con tanta brutalidad. Es sólo un instante, pero durante esos segundos, Paredes se ha sentido conmocionado, fuera de sí. Las cosas que le pasan a los niños le afectan especialmente. Cuando se encuentra sumido en sus pensamientos, un llanto repentino le devuelve a la realidad.
 
Del interior de la tinaja salen los gritos infantiles que han alertado a dos de los guardias que ya sacan por las manos a la niña, la menor de las hijas de Antonia, que no puede parar de llorar, nerviosa y aterrorizada. Al rato, los agente consiguen tranquilizarla. Es una niña muy pequeña, de unos dos años. Le preguntan qué le ha pasado, y la pequeña sólo sabe decir: "Cinta Verde, malo." Otra vez "Cintas Verdes". El teniente toma buena nota, mientras ordena un registro de la vivienda. Aparentemente reina el orden en todas las habitaciones. Pero cuando llegan al dormitorio principal, se encuentran con que la alcoba ha sido registrada y los cajones aparecen por el suelo, revueltos y fracturados. A uno de los lados hay un pequeño arcón de hierro que, a simple vista, se sabe que ha sido forzado. El teniente, que es un buen observador, se da cuenta de que el asesino tiene que ser alguien que conoce bien la casa y sus costumbres, puesto que no ha perdido el tiempo buscando en las habitaciones sino que ha ido derecho a donde estaba el dinero. Braulio le añade que también debía estar enterado de que el marido de Antonia y padre de las criaturas se había ido a la feria.
 
-Braulio –dice Paredes—, ¿conoce usted a un tal "Cintas Verdes"?
-Pues no, señor.
-Vámonos que hay que buscarlo en Córdoba.
 
De vuelta en la ciudad, el gentío se arremolina en torno a la plaza de toros. El ambiente de fiesta ocupa todas las calles. Los hombres de la Guardia Civil regresan con paso triste al cuartel. Todos menos los que han quedado de servicio en el cortijo hasta que llegue el médico que certifique las muertes y proceda a la retirada de los cadáveres. Paredes tiene que ocuparse de preparar un dispositivo de vigilancia para evitar desórdenes en la plaza que a esa hora ya empieza a llenarse. Mientras da las órdenes, no para de preguntarse dónde puede estar el canalla de "Cintas Verdes". De pronto tiene una idea genial. Le pasa eso que dicen de que a fuerza de pensar en un problema se encuentra la solución: Paredes tiene la corazonada de que aquello que ha pasado en El Jardinito tiene que ver con la tarde de toros y el revuelo que se ha armado con la presentación conjunta de los tres fenómenos del toreo: "Espartero", "Lagartijo" y "Guerrita".
 
El teniente empieza por reunir a sus hombres y les pide que hagan memoria por si les suena un tal "Cintas Verdes". Ninguno lo conoce. Ya en la plaza de toros, junto al patio de caballos, se encuentra con los policías municipales de servicio allí. Paredes les pregunta por "Cintas Verdes" y uno de ellos le responde: "¡Ah, creí que preguntaba por Cintabelde, porque a ese sí que le conozco". "Pues, atento, porque podría ser el que buscamos." "¿Qué sabe de ese Cintabelde?" "Pepillo Cintabelde era un policía municipal como nosotros, al que echaron del cuerpo por ladrón". "¿Y por dónde anda ahora?" "Lo último que he oído es que vive con una mujer y las está pasando moradas." "Consiga su dirección".
 
Poco después, el teniente Paredes y una pareja de guardias civiles a los que acompaña el policía que conoce a Pepillo Cintabelde, se presentan en el domicilio de este. Les abre la mujer con la que vive. Y les dice que Pepillo se ha ido a los toros. "Ni comer ha querido. Vino, se cambió de ropa y se fue a la plaza." En el registro que el teniente practica en la humilde vivienda recoge una chaqueta y una camisa manchadas de sangre. También, burdamente oculto, halla un pistolón recién disparado que huele intensamente a pólvora. Paredes ya no tiene ninguna duda: está tras los pasos del asesino. A toda prisa se dirige a la plaza de toros. Falta aún mucho para que acabe la corrida. El teniente aprovecha para poner en antecedentes al gobernador de la gravedad de lo ocurrido y le pide permiso para hacer algo insólito en la historia de la tauromaquia: que cuando acabe el espectáculo taurino salgan los espectadores de la plaza de uno en uno. Está convencido de que eso servirá para detener al criminal. Obtenido el permiso, el teniente reparte en las puertas a los antiguos compañeros de tal Cintabelde con el encargo de atraparlo en cuanto sea identificado. Al término del espectáculo, y no sin grandes molestias para el público, el objetivo de Paredes se cumple: Pepillo Cintabelde es detenido con veintitrés duros de plata en los bolsillos.
 
Interrogado, tarda en confesar. No le hacen efecto la enorme cantidad de pruebas reunidas contra él. Sólo cuando Paredes le dice que Antonia le acusó antes de morir, Pepillo Cintabelde se derrota: "Está bien, yo los maté. Antonia era mi amiga. Yo le sacaba los cuartos. Esta mañana fui a pedirle para ir a los toros y no me quiso dar ni cinco. Por eso armé la que ustedes han visto." El teniente sólo quiso hacerle una pregunta más a aquel monstruo. Era algo que le roía las entrañas: "¿Por qué mataste a las niñas?" "Porque tienen lengua como los mayores", contestó con frialdad el asesino.
 
Cintabelde permaneció firme durante el juicio. Siguió siendo el mozo jaque y retador que había sido siempre. Pero eso sí, cuando le leyeron la sentencia que le condenaba a cinco penas de muerte le entró la flojera y se desmayó. Dos meses después, fue ajusticiado.
 
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