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CRÓNICA NEGRA

Crimen y castigo

El incendio del edificio de Hacienda en San Sebastián, de once alturas y cuatro niveles en el subsuelo, en seguida dio paso a la especulación. Lo primero fue pensar que aquel fuego purificador eliminaba documentos comprometedores, declaraciones problemáticas y reclamaciones millonarias.

El incendio del edificio de Hacienda en San Sebastián, de once alturas y cuatro niveles en el subsuelo, en seguida dio paso a la especulación. Y eso que las llamas viajaban hacia arriba, no como en el Windsor. Lo primero fue pensar que aquel fuego purificador eliminaba documentos comprometedores, declaraciones problemáticas y reclamaciones millonarias. Contribuye a la sospecha el hecho de haber acreditado que existen seis focos independientes que permiten establecer que en ningún caso fue fortuito, y no como en el Windsor, donde todavía no se sabe cuántos focos lo produjeron. Una vez dentro, los bomberos encontraron el cadáver de un vigilante con un tiro en la cabeza, con lo que no solo olía a chamusquina sino a homicidio con alevosía.
 
En el interior, cuando se despejó el espeso humo en las plantas, pudieron contarse numerosos equipos informáticos dañados y en los garajes casi trescientos vehículos oficiales con los cristales rotos y otros destrozos. Los investigadores de la policía autónoma echaron en falta al segundo vigilante, que se convirtió en el testimonio clave para aclarar lo sucedido. Aunque lo buscaron durante horas e incluso se dictó una orden  de busca y captura,  a Manuel Ignacio Apaolaza solo le encontrarían por casualidad en un talud, detrás de un seto, con un disparo en el pecho y el revólver del 38 a su lado, cerca del museo de la ciencia.
 
Los indicios se acumulan en una espiral imparable: muerte del que resultaría ser jefe del huido, Florencio Parra,  descubrimiento de que se habían anulado los sistemas de seguridad y prevención de fuegos desde el interior del coloso en llamas, falta del segundo encargado de vigilancia y de su moto de gran cilindrada, y el hallazgo del cuerpo como si fuera víctima de un suicidio.
 
La investigación, al parecer, se vería completada con la recuperación de grabaciones de las cámaras de seguridad en las que podrían verse escenas muy explicitas compatibles con la muerte de uno de los vigilantes a manos del otro y el comienzo del fuego con manojos de papeles ardiendo, que habría encendido el hombre que huyó. A la policía le llegó el soplo de que el sospechoso sufría problemas laborales, consistentes en que acumulaba turnos en una sola jornada laboral y había sido advertido, precisamente por el  asesinado, de que eso era intolerable. El aluvión de indicios se hace abrumador, puesto que también se supo que el presunto responsable había perdido a su madre hacía relativamente poco y no vivía desde entonces una vida equilibrada.
 
Lo que era el misterio del edificio de Hacienda en llamas se disipó para convertirse en una pequeña historia de conflictos humanos que suele ser la verdadera razón de todos los crímenes. Lo que se investiga aquí es si la necesidad de doblar turnos con el evidente beneficio económico, las malas relaciones entre dos compañeros de trabajo y la falta de mecanismos de compensación, en un hombre dedicado hasta hace bien poco al cuidado de su madre impedida, provocaron un estallido de rabia contenida que le llevó a matar, golpear ordenadores, romper coches –más de 300-, en una lenta ascensión por las plantas del temido edificio de Hacienda que cuidaba hasta que decidió destruirlo mediante un “método rudimentario” que fue prender montones de papel. Un agobiante día de furia que pudo durar mucho tiempo.
 
Hay cosas que no se pueden prevenir. El crimen no será erradicado jamás porque habita dentro del ser humano como un parásito. La sensación de pérdida, la incomprensión, el victimismo, por ejemplo, puede hacer que quieras destruir lo que has cuidado hasta el momento, que podría ser el caso de las valiosas instalaciones del edificio de Hacienda en San Sebastián. El descubrimiento de las cintas de video que se salvaron del fuego así lo indican. Llega un punto en el que alguien que ha estado pensando en ello decide romper con la vida, el respeto debido a los bienes ajenos –más si son de todos como Hacienda- y tirar las obligaciones por la borda. El misterioso fuego que parecía de una novela de Alejandro Dumas padre se convierte en una intriga vulgar de la peor Agatha Christie.
 
A veces la motivación es lo más sencillo y basta con mirar con cuidado. Hombres que por su oficio están obligados a portar armas deben ser controlados, sufrir revisiones frecuentes. No podemos decir que este sea el caso, porque solo el juez establece quien fue el auténtico responsable de la quema, pero se  produce a menudo que quien maneja un arma, si le falla la existencia, sufra la tentación de corregirlo a tiros. En este asunto, al haber muerto el sospechoso nunca se sabrá lo que pasó. Por poner solo un ejemplo: si  anuló los sistemas de seguridad,  ¿en que podrían impedir que el edificio se quemase? ¿por qué permitió en cambio que el video le grabara en actitud comprometida? ¿Acaso quiso dejar constancia de lo que hacía? Esto adquiere categoría de argumento de  Dostoyevsky.
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