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El cambiante Obama

Los dioses favorecen a los osados. McCain, bregando contra los adversos elementos, no supo sacar a la luz las grandes responsabilidades demócratas en la debacle ni el lado sombrío de Barack.

"El cambio soy yo", podía muy bien haber proclamado. El mero hecho de la instalación de los Obama en la Casa Blanca es ya un cambio de proporciones históricas. La simple mudanza cumple sus promesas. Más habrá, pero podrían ser del tipo del aterrizaje de aquel piloto al que no le salían las ruedas ni era capaz de hacer remontar al avión. "¡Vamos a tomar tierra!", gritó desesperado. "Sí", le respondió el copiloto, "y nos vamos a hartar".

Pero también "El cambio es él", por los transformismos a lo largo de su vida. El primer Obama es el de su vida oculta, más bien ocultada por su campaña y los principales medios americanos al escrutinio de los electores. Es por los ambientes que frecuenta un joven de extrema izquierda que no hace ascos al repudio de todo lo que los Estados Unidos significan, pregonado por sus amigos y aliados en cuyos proyectos antisistema participa activamente.

El segundo Obama inicia su carrera política con una legislatura de senador en el Estado de Illinois, ganando las elecciones con la eliminación a priori de sus competidores dentro del partido y sus rivales de enfrente. Se adapta en seguida a la maquinaria demócrata que gobierna el Estado, legendaria por su corrupción y malas artes, desde donde bombea dinero a los empeños militantes de los amigos del primer Obama. No han cambiado, pues, sus ideales, aunque sus métodos sean los del más rudo caciquismo americano.

Su campaña para el Senado nacional sigue las mismas pautas de liquidación política previa de competidores y rivales. Primero se produjo por una implacable purga de las firmas que avalaban las candidaturas ajenas (irrelevantes defectos de forma invalidan a muchos peticionarios, la mayoría negros). Después se debió a la misteriosa revelación de los privados historiales de divorcio de los otros aspirantes, correligionarios u opositores.

En su corta carrera como senador acumula el historial de votaciones más izquierdistas de sus 99 pares, sin votar jamás contra el partido. Reclama para sus favorecidos mucho más dinero que nadie, por el muy denostado pero legal método de colar en cualquier presupuesto, a cambio del voto, subvenciones completamente ajenas a lo que se discute (pork barrel o earmarks). Defiende las hipotecas basura como avanzada política social y protege de la regulación a las dos grandes entidades hipotecarias que están en el origen de la crisis financiera. Por supuesto, ambas terminarán contribuyendo a su campaña presidencial.

El tercer Obama ya es otro cantar. O tocar, porque se parece al flautista de Hamelín. Desde su veteranía como radical agitador de barrio y corta pero intensa experiencia como muñidor político y legislador, se lanza a la carrera por la Casa Blanca, probablemente para darse a conocer a escala nacional y situarse cara al futuro. La base es su fluida oratoria y el color de su piel. Se encuentra con un país que ansía el cambio y se muere por demostrarse a sí mismo y al mundo que no es racista. Y que está hastiado de Bush. La situación no podía estar más madura. Se convierte en el candidato incoloro que con consumada maestría le saca jugo al racismo, al posracismo y al antirracismo, llevando el agua a su molino y envenenando la de la competencia. Es el ilusionista que llena los corazones de sublimes esperanzas con etéreas propuestas de revolucionar el modo de dirigir el país y reorientar la marcha del mundo, negando con promesas de unidad suprapartidaria la primera y segunda versión de sí mismo. El que salió a tantear el terreno, se ve transportado a la cima. La culminación de esta fase se produce cuando consigue que el partido, por miedo al nada incoloro resentimiento afroamericano, obligue a tirar la toalla a su competidora, cuando estaban prácticamente empatados. Una oportuna pervivencia del segundo Obama.

El cuarto nace con su discurso en la convención del partido y el comienzo de la campaña presidencial propiamente dicha. Pone sordina al ensueño de las esperanzas salvajes y concreta el cambio en un clásico programa demócrata, que tácitamente contradice al Obama tres. Más vale quitarle presión al globo antes de que estalle: ¡genial! Muestra la gelidez de una cabeza agudamente calculadora. Los activistas de extrema izquierda lo aceptan en silencio, porque lo consideran mera treta electoral, de la misma manera que muchos profesionales maduros le prestaban su entusiasmo en la fase tres convencidos de que eso mismo, pura táctica, eran los excesos retóricos de aquel momento. Demasiado inteligente para que se los tome en serio.

Pero el efecto Palin impulsa a la base republicana y la carrera tiende a igualarse en la primera mitad de septiembre. Entonces estalla la crisis financiera, a cuyos orígenes ya hemos visto como puso su granito de arena. Los dioses favorecen a los osados. McCain, bregando contra los adversos elementos, no supo sacar a la luz las grandes responsabilidades demócratas en la debacle ni el lado sombrío de Barack.

Del martes al miércoles será la noche de su apoteosis o la del hundimiento de las encuestas. O el miércoles empezamos con el quinto Obama, o las empresas de demoscopia eligen a Zapatero como presidente de su gremio.

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