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GEES

El problema

Un triunfo de los radicales en Kabul sería una enorme ayuda para sus gemelos ideológicos en su marcha hacia Islamabad y su polvorín atómico. No sólo cambiarían todos los equilibrios en la zona, sino que sus repercusiones serían mundiales.

La semidictadura militar en Pakistán fue reemplazada por una semidemocracia civil por el debido procedimiento electoral, pero la intensidad de la violencia terrorista sigue su marcha ascendente y el espectro de un poder desaforadamente yihadista (haciéndose con las armas atómicas y los misiles que el país atesora como medio de compensar su debilidad con respecto al gigantesco vecino indio) se acerca en vez de alejarse. Incluso en términos espaciales, porque las posiciones de los talibán han avanzado hasta poco más de cien kilómetros de la capital, Islamabad.

Ya no se trata de que el destino de Afganistán dependa de la posibilidad de socavar los apoyos que los talibán reciben allende la frontera. Las operaciones decisivas son ahora las que tienen lugar en el país vecino, en donde a los americanos les está vetado intervenir, aunque subrepticiamente lo hacen a pequeña escala con aviones sin piloto, a medias tolerados por las autoridades militares y civiles, que nunca son la misma cosa en el Pakistán cuando toca régimen formalmente democrático. Ese "a medias" significa que las tensiones son también interminables y continuas, a veces para la galería islamista o nacionalista local, pero siempre un considerable incordio y una fuente de inseguridad en las delicadas relaciones mutuas.

"Amenaza mortal a la seguridad internacional" son las palabras con las que la secretaria de Estado americana ha descrito la situación, mientras que el general Petreus, cabeza del Centcom, el Mando Central que tiene bajo su jurisdicción lo mismo a Irak que a los dos países designados ya en Estados Unidos como Af-Pak, ha hablado de situación crítica para la supervivencia de Pakistán. No exageran. Y en estos tiempos de irreversible mundialización ya no existen problemas exóticos que se puedan ignorar olímpicamente o contemplar desde la barrera. Todo nos concierne y estamos tan poco al abrigo de contagios como en el caso de las crisis financieras internacionales o las pandemias de preocupante actualidad. 

Durante siglos las relaciones de España con Afganistán han sido tan mínimas o nulas como nuestro interés por ese remoto país. Ya hemos cambiado y más vale que lo hagamos mucho más. Si el fundamentalismo de los talibán vuelve a dominar el país no sólo sería un golpe terrible para el prestigio de los Estados Unidos, del que depende buena parte de lo que de estabilidad y orden pueda haber en el mundo, y una tragedia para la mayoría de sus habitantes, sino que además Al Qaida o cualquier afín volvería a encontrar una espléndida base de entrenamiento y operaciones.

Con ser esos peligros verdaderamente temibles ya no son los peores. Así como la situación en Afganistán depende del apoyo que los islamistas puedan seguir recibiendo desde el otro lado de la frontera, un triunfo de los radicales en Kabul sería una enorme ayuda para sus gemelos ideológicos en su marcha hacia Islamabad y su polvorín atómico. No sólo cambiarían todos los equilibrios en la zona, sino que sus repercusiones serían mundiales. ¿Cómo la India podría aceptarlo? Y con una bomba islámica suní, ¿quién podría contener la bomba chiíta? Y como base de operaciones yihadistas, Pakistán, salvo en obstáculos a la accesibilidad, tendría múltiples ventajas.

El mundo puede irresponsablemente mirar hacia otro lado, pero para Washington no cabe ese lujo, ni siquiera bajo un Obama que todo quisiera remediarlo con dulzuras diplomáticas. Su carga ideológica es una rémora para comprender los problemas que le acechan, pero la brutal realidad parece que se le va imponiendo y en la semana en que ha sido huésped de Karzai y Zardari, el afgano y el pakistaní, ya ha tenido tiempo de dar varios espectaculares virajes. Pero recordemos Irak: los recursos americanos no son ilimitados ni siempre sabiamente empleados. 

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