Menú
GEES

Exaltación y caos

Occidente también abriga ardientes deseos de que la situación se estabilice en un sentido democrático. Es algo hipócrita denunciar la hipocresía de americanos y franceses que siempre han tenido los brazos abiertos para el exiliado dictador.

Lo que sabemos sobre lo que está pasando en Túnez es inversamente proporcional a su importancia, la cual deriva de su impacto en el mundo árabe, que sigue sobre ascuas los oscuros acontecimientos que allí tienen lugar. Lo que fascina es el carácter de primicia absoluta de lo que ha sucedido: un movimiento popular ha derribado a un dictador árabe. A sus colegas no les llega la camisa al cuerpo, mientras sus opositores revientan de alegría y esperanzas. Cada uno quiere aplicar el cuento a su circunstancia nacional. De los porqués y cómos no sabemos casi nada. El régimen del fugado Ben Alí tenía cerrado el país a los corresponsales extranjeros y absolutamente controlada la prensa local. Las corresponsalías sobre Túnez se escriben desde fuera, con noticias totalmente fragmentarias obtenidas de fuentes sumamente dispersas y poco relevantes. Los internautas suplen a los periodistas con una profusa contribución a que el caos informativo remede tanto el de la calle como el de las altas esferas políticas. No hay información oficial, porque lo oficial se ha desmoronado o al menos replegado lejos de los focos.

Ni siquiera se consigue reconstruir la cronología de los decisivos acontecimientos del viernes 14, cuando en menos de 24 horas el poder cambió dos veces de manos, aunque con movimiento de ida y vuelta. Por la mañana el rumbo de los acontecimientos resultaba imprevisible; luego el presidente Ben Alí despejó la principal incógnita –la que se refería a sí mismo– despidiéndose a la francesa, rumbo a no se sabía dónde, pero que resultó la Arabia Saudita. Su jefe de Gobierno, Ghanuchi –lo mejor del régimen según nada sospechosos opositores– se proclamó sucesor provisional, pero aunque sus manos no estuvieran manchadas con la corrupción sí que habían tocado a todos los corruptos y la calle lo rechazó inmediatamente. En la mañana del domingo 15 el vacío cetro del poder ya había pasado a su legítimo titular constitucional, el presidente del Parlamento, no menos comprometido con el reprobado régimen que cualquier otro en las altas esferas del Estado. Cerrando el círculo francamente vicioso, el nuevo presidente de la República le encarga la formación del Gobierno a quien ya era su jefe y le había trasmitido a él la presidencia después de ocuparla unas horas inconstitucionalmente.

En una situación así todos los ojos se vuelven hacia el ejército, que parece que en el momento decisivo ha dejado caer al dictador negándose a disparar contra la muchedumbre. Eso es lo que se dice, como tantas otras cosas, pero nadie sabe lo que hará, aunque el caos en la calle es un voto a su favor. El inmaculado movimiento de protesta, altamente espontáneo según todo lo que sabemos –que sabemos que no es mucho– y rigurosamente acéfalo, no ha podido evitar pillajes, desmanes y saqueos que han puesto a la defensiva a muchos que lo apoyaban. El desorden y la inseguridad pueden dar al traste con las encendidas esperanzas de los corazones demócratas de todo el Gran Oriente Medio, que incluye al Magreb, que en árabe significa occidente. Gadafi ya lo ha invocado como argumento para una rápida vuelta a las andadas. Por su parte el Occidente con mayúsculas también abriga ardientes deseos de que la situación se estabilice en un sentido democrático. Es algo hipócrita denunciar la hipocresía de americanos, franceses y todos lo demás que siempre han tenido los brazos abiertos para el exiliado dictador. Era lo que había y era altísimamente probable que la alternativa fuese mucho peor.

El peligro actual es que esa situación siga dándose. Ben Alí proporcionó un cierto desarrollo, bastante educación, amplia apertura al oeste y eficaz contención del fundamentalismo. Pero éste, dentro o fuera, sigue siendo la más temible fuerza de oposición a todos los regímenes árabes. Es absurdo dudar que en Europa o América todo el espectro político sueñe con una democracia árabe por su valor intrínseco. La cuestión es que sea viable. Electores libres no siempre eligen demócratas, ni siquiera imperfectos: ahí está la dictadura de Gaza. Irak no es el modelo ideal, y Turquía y Líbano no dejan de preocupar. También es cierto que quienes acusan de hipócritas a las democracias occidentales prefirieron el status quo –incluyendo a los terroristas de Al Qaeda librando en Irak su guerra de elección– al triunfo de los designios democratizadores de George Bush. Que no sea Túnez la nueva oportunidad perdida.

En Internacional

    0
    comentarios