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y 3. ENIGMAS DE LA HISTORIA

¿Fue Nietzsche un precursor del nazismo?

El sueño de Nietzsche consiste en reinstaurar la visión de un período histórico, en parte real, en parte imaginario, en que lo bueno era similar a lo fuerte, a lo violento, a lo aristocrático y en que lo malo resultaba equivalente de lo débil, lo bajo, lo plebeyo. Se trata de implantar socialmente el dominio de una elite que domine sin el freno de la culpa, negando la existencia de la verdad y ejerciendo la crueldad sobre los inferiores.

El Anticristo (1889) constituye uno de los panfletos anticristianos más vitriólicos de la historia universal y seguramente también es uno de los más conocidos. En el mismo se califica al cristianismo de "más dañoso que cualquier vicio" (2). Se le atribuye haber "desencadenado una guerra a muerte contra ese tipo superior de hombre" (5). Se le acusa de ostentar "uno de los conceptos de Dios más corruptos a que se ha llegado en la tierra" (18). Se le moteja de "mezcla de sublimidad, enfermedad e infantilismo" (31).
 
Se afirma que ser cristiano es "indecente" (38, 50), que para ser filólogo o médico hay que ser "anticristiano" (47) y que, en realidad, para ser cristiano "hay que estar lo bastante enfermo" (51). Se le convierte en objeto de desprecio al igual que a los socialistas y anarquistas (57) (un hecho pasado por alto por los empeñados en hallar en Nietzsche a un precursor de la izquierda). Finalmente, tras retratarlo como "vampiro del imperium romanum" (58) y como "la única gran maldición" (62), el filósofo añade una Ley contra el cristianismo.
 
En apariencia, Nietzsche ha desplazado su foco de interés de la cuestión que podríamos denominar "moral de los seres superiores versus moral judía" o, según sus propias palabras, "Roma contra Judea", hacia otra totalmente diferente, la de "filosofía versus cristianismo". En realidad, el pensamiento de Nietzsche no ha experimentado ninguna variación sino que, en todo caso, ha llegado a "la conclusión más coherente, la conclusión necesaria, de todo su camino mental". Precisamente por ello, los temas que ya vimos en La genealogía de la moral• siguen presentes aunque, en esta ocasión, el fuego se dirija de manera más concentrada sobre el cristianismo.
 
Para empezar, el filósofo sigue manteniendo una dicotomía, que ahora es incluso racial, entre la moral de los judíos, pueblo nefasto, y la aristocrática. Las afirmaciones ligadas a los primeros no pueden resultar más obvias aunque vienen, de hecho, a repetir lo que ya vimos en la obra anteriormente analizada:
 
"Los judíos son el pueblo más notable de la historia universal, porque, ante la alternativa de ser o no ser, han optado, con una consciencia totalmente inquietante, ser a cualquier coste. Ese coste ha sido la falsificación radical de toda naturaleza, de toda naturalidad, de toda realidad, lo mismo en el mundo interior que en el exterior. Los judíos han vuelto del revés de manera sucesiva, y de forma incurable, la religión, el culto, la moral, la historia, la psicología, convirtiendo esas cosas en la contradicción en relación con sus valores naturales.
 
Volvemos a encontrarnos otra vez con ese fenómeno, y en proporciones mucho mayores, aunque sólo como copia: si la comparamos con el "pueblo de los santos", la iglesia cristiana carece de cualquier posibilidad de ser original. Los judíos son, precisamente por eso, el pueblo más fatídico de la historia universal: en su efecto posterior han falseado hasta tal punto la humanidad que hoy hasta el cristiano puede albergar sentimientos antijudíos sin percatarse de que es la última consecuencia judía. En mi Genealogía de la moral he expuesto por primera vez, de forma psicológica, el concepto antitético de una moral aristocrática y de una moral de ressentiment, surgida esta última del no a la primera: y eso es lisa y llanamente la moral judeo-cristiana" (24).
 
Como puede verse, Nietzsche no ha abandonado el sendero trazado en la Genealogía. Simplemente regresa a él de manera consciente, profundiza en el mismo y en esa profundización entra en un terreno hasta ahora apenas esbozado, el del argumento racial. Frente a la amenaza judía, judeo-cristiana en realidad, deberían alzarse las razas nórdicas:
 
"No hace justicia ciertamente a las dotes religiosas, por no decir al gusto, de las fuertes razas de la Europa nórdica el que no hayan rechazado al Dios cristiano hasta la fecha. Tendrían que acabar con semejante engendro de la décadence, enfermizo y decrépito. Sin embargo, como no han acabado con él, pesa sobre ellas una maldición". (19).
 
Dado que "el cristiano es sólo un judío de confesión más libre" (44), la proscripción del cristianismo es indispensable. De hecho, cuanto más cercano es el cristianismo a sus raíces más repugnante le resulta. Por eso, el protestantismo, su rama "más irrefutable", le resulta más aborrecible que el catolicismo (61) y, sobre todo, resultan especialmente detestables los primeros cristianos:
 
"¿Qué se sigue de esto? Que uno hace bien en ponerse los guantes cuando lee el Nuevo Testamento. La proximidad de tanta mugre casi obliga a hacerlo. De la misma manera que no elegiríamos como amigos a unos judíos polacos, tampoco elegiríamos a unos primeros cristianos. Ni siquiera es necesario presentar una objeción contra ellos. Ni los unos ni los otros huelen bien" (46). Esta proscripción de judíos y cristianos, esa abolición del monoteísmo (19) significará el regreso de la moral buena, de la moral aristocrática, de la moral de los señores. Naturalmente, una transformación de semejantes características debe tener claras repercusiones socio-políticas. Nietzsche lo sabe e indica inmediatamente cuál sería la forma ideal que adquirirían las mismas.
 
Su cristalización sería entonces un orden similar a la sociedad de castas de la India, un sistema —inamovible e intraspasable— implantado por los conquistadores arios sobre las razas inferiores en el segundo milenio a. de C.: "Establecer un código al estilo de Manú implica otorgar en lo sucesivo a un pueblo el derecho a llegar a ser maestro, a llegar a ser perfecto, ambicionar el arte supremo de la vida. Para ello hay que hacerlo inconsciente: esa es la meta de toda mentira santa. El orden de castas, que es la ley suprema, dominante, constituye sólo el reconocimiento de un orden natural, de una legalidad natural de primer orden, contra la que nada puede ningún antojo, ninguna idea moderna. En toda sociedad saludable se distinguen, de manera recíprocamente condicionada, tres tipos de distinta gravitación fisiológica. Cada uno de ellos cuenta con una higiene propia, con un área de trabajo propia, con una clase de sentimiento de perfección propia y con una clase de dominio propio. Es la naturaleza, no Manú, la que establece separaciones entre los predominantemente espirituales, los predominantemente fuertes en lo que a músculos y genio se refiere, y los terceros, los que no sobresalen en ninguna de las dos cosas, los mediocres. Estos últimos son la inmensa mayoría y los primeros, lo selecto. La casta superior —yo la denomino los menos— tiene también, por ser la perfecta, los privilegios de los menos: entre los mismos se cuenta el de representar en la tierra la felicidad, la belleza, la bondad. La belleza, lo bello sólo les está permitido a los hombres más espirituales: sólo en ellos la bondad no es debilidad. El orden de castas, la jerarquía, se limita a formular la ley suprema de la vida misma, la separación de los tres tipos es necesaria para la conservación de la sociedad, para la posibilitación de tipos superiores y supremos, —la desigualdad de derechos es la condición primera para que llegue a haber derechos. ¿A quién es a quien yo más odio, entre la moralla de hoy? A la morralla de los socialistas, a los apóstoles de los chandalas, que con su diminuto ser arruinan el instinto, el placer, el sentimiento de satisfacción del obrero. La injusticia no está nunca en los derechos desiguales, sino en exigir derechos iguales. El anarquista y el cristiano son de una misma procedencia".( 57).
 
El cuadro social descrito por Nietzsche en las líneas precedentes no puede resultar más explícito. La Naturaleza exige un orden natural. Este no es otro que el dominio de los menos (los más fuertes, los más espirituales) sobre la mayoría de los mediocres. El modelo ideal es por ello el del sistema indio de castas que permite la dominación de un número reducido sobre la gran masa, masa a la que es imperativo mentir (con "mentira santa", según la terminología de Nietzsche) y además mantener aislada de cualquier idea que signifique su promoción o su petición de derechos. En ese sentido, los socialistas y los anarquistas son repulsivos porque abogan por los débiles y menesterosos. Con tal acción sólo demuestran que su procedencia es la misma que la de los cristianos. (IV).
 
 
El breve repaso que hemos efectuado de las dos obras centrales del filósofo alemán nos permite descubrir algunos elementos de enorme relevancia. El sueño de Nietzsche, expresado en sus justos términos, consiste en reinstaurar la visión de un período histórico, en parte real, en parte imaginario, en que lo bueno era similar a lo fuerte, a lo violento, a lo aristocrático y en que lo malo resultaba equivalente de lo débil, lo bajo, lo plebeyo. Se trata de implantar socialmente el dominio de una elite —que cuenta paralelos, por ejemplo, en la secta islámica de los asesinos— que domine sin el freno de la culpa, negando la existencia de la verdad y ejerciendo la crueldad sobre los inferiores.
 
Semejante salto en la moral choca con un claro enemigo, el nefasto pueblo judío que ya ha subvertido los valores de la moral señorial, y ha inoculado los suyos propios en el cristianismo transmitiéndolos así a Occidente. Corresponde pues a las razas germánicas sacudirse el monoteísmo y la moral judeo-cristiana, proscribir el cristianismo, hijo espiritual del judaísmo. Tales medidas permitirán implantar una sociedad elitista, basada en la desigualdad y la jerarquía, al estilo del sistema ario de castas existente desde hace milenios en la India. En ella, los más, los mediocres, serán engañados y mantenidos en una ignorancia feliz de la que no debe sacarlos el cristianismo. Para lograr esa finalidad sería una medida de enorme valor la promulgación de una ley contra el cristianismo que lo erradique finalmente de la faz de la tierra aniquilando sus lugares sagrados y convirtiendo en parias (chandalas en el lenguaje de Nietzsche) a sus sacerdotes a los que "se proscribirá, se hará morir de hambre, se arrojará a todo tipo de desierto" (Artículo quinto).
 
Pese al carácter más discursivo que sistemático de las obras citadas, Nietzsche consiguió trazar en las mismas con sorprendente nitidez las líneas maestras de una nueva sociedad basada en la moral del señor, del super-hombre, un ser sin frenos y legitimado por el poder y la violencia. Asimismo señaló, sin ningún género de dudas, el supuesto mal moral de su tiempo, su origen y sus manifestaciones. Finalmente, apuntó al remedio directo contra el mismo, un remedio escrito con referencias al uso despiadado de la fuerza, a la crueldad placentera descargada sobre el débil, a la manipulación de los "inferiores", a la eliminación de los defensores de otra moral. Que todos estos elementos —moral elitista y anti-cristiana, antisemitismo, sociedad de castas, superioridad de la raza nórdica, etc— se encarnaron trágicamente en el nazismo parece que no admite discusión.
 
Si alguien llevó hasta sus últimas consecuencias esta cosmo-visión que, por otro lado, compartía, fue, sin duda, Hitler. Sin embargo, este aspecto provoca a su vez una nueva cuestión. ¿Cómo es posible que un autor tan claramente pre-nazi pudiera ser convertido en un símbolo de la izquierda? Las razones son, a nuestro juicio, más evidentes de lo que pueda parecer a primera vista. El fascismo nació del ala izquierda del partido socialista italiano y el nazismo no es sino un apócope de nacional-socialismo. En ambos casos, Mussolini y Hitler nunca se definieron como anti-socialistas sino, más bien, como los verdaderos socialistas y, seguramente, en el futuro habrá que considerar la lucha entre el fascismo y los marxismos no como un enfrentamiento de cosmovisiones incompatibles sino como una manifestación del odio que suele caracterizar a las disputas entre hermanos. De hecho, las obras que hemos visto de Nietzsche cuentan con elementos especialmente gratos al pensamiento de izquierdas. En sus páginas encontramos anticlericalismo, la noción de una elite que gobierna sobre la masa —un concepto medularmente leninista— y la insistencia en la ruptura con los valores morales de raíz cristiana para sustituirlos por otros en los que la violencia cuenta con un papel esencial.
 
Que hasta ahí los escritores de izquierdas pudieran tomar de Nietzsche no era extraño sino más bien obligado. Esta absorción de elementos, sin embargo, no se limitó a lo señalado. Tomemos, por ejemplo, el caso del antisemitismo. En teoría, el socialismo está desprovisto de sentimientos racistas. Lo cierto, sin embargo, es que el propio Marx fue autor de uno de los panfletos más anti-judíos de la Historia contemporánea y que, so capa de anti-sionismo, ese antisemitismo ha seguido campando por sus respetos en el seno de la izquierda. La misma admiración por Alemania —el país donde, según Marx, debería producirse en primer lugar la revolución proletaria— que tuvo lugar durante las primeras generaciones de marxistas no deja de presentar un paralelo inquietante. Finalmente, Nietzsche compartía una visión de la intelectualidad nacida con la Ilustración del siglo XVIII, continuada con la Revolución francesa y consagrada en la izquierda del siglo XX. Aunque esa visión elitista pueda apelar ocasionalmente al pueblo no oculta apenas que éste es una masa amorfa a la que hay que guiar y que si no se deja conducir sólo se debe a su alineación, su ignorancia y su opresión por poderes perversos. En otras palabras, el pueblo es pueblo si sigue los cantos de sirena de las izquierdas y si no deja de ser pueblo para convertirse en reacción. No resulta extraño que Nietzsche, como los nazis o los intelectuales de izquierdas, aborrecieran tanto al clero. Al fin y a la postre, ansiaban sustituirles en la detentación del poder espiritual sobre las masas.
 
Concluyendo, por lo tanto, debemos señalar que, ciertamente, Nietzsche fue un precursor ideológico del nacional-socialismo alemán pero, precisamente por ello, ha podido ser reivindicado por la izquierda. Los puntos de contacto entre ambas ideologías, como ya supo señalar Hayek en Camino de servidumbre, son numerosos y no precisamente como fruto de la casualidad.
 
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