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Niceto Alcalá-Zamora

Exiliado en Argentina -tardó en llegar, lo contaría en uno de sus libros, cuatrocientos cuarenta y un días por causa de las vicisitudes internacionales- don Niceto Alcalá-Zamora vivió en Buenos Aires, primero en una modesta pensión de emigrantes, después alquiló con dos hermanos solteros un piso muy pequeño -calle de las Heras, 3004, 4ºb- donde murió el 18 de febrero de 1949. Vivió hasta el final del producto de su trabajo: en poco más de siete años escribió dieciséis libros, siete de ellos publicados después de su muerte, cientos de artículos y dictó infinidad de conferencias. Una labor intelectual nada desdeñable.

Al cumplirse los cincuenta años de su muerte, Carlos Seco subrayó cómo don Niceto acertó a "encarnar la protesta y la dignidad del viejo liberalismo decimonónico ante la ruptura del pacto constitucional por Primo de Rivera". Antes había sido ministro de Fomento en 1917 y ministro de la Guerra en 1922. Arrojado por la Dictadura a las filas del republicanismo, elegido presidente de la Segunda República para recabar el apoyo de la derecha española, intentó conferir rango arbitral a la magistratura, colocándola por encima de las parcialidades políticas. Ni las izquierdas ni las derechas lo aceptaron, y su sustitución en 1936 -parece haber en ello general acuerdo, en el que hay que incluir a Santiago Carrillo en sus Recuerdos y reflexiones- lo fue manipulando escandalosamente la propia Constitución republicana. Y es que la derecha nunca perdonó a quien había sido de los suyos, la presunta traición, y a la izquierda revolucionaria le estorbaba la juridicidad y el sentido de Estado de Alcalá-Zamora.

Así, ante una muestra de conocimiento jurídico y de práctica administrativa del presidente, Largo Caballero dirá, entre anonadado y despreciativo: "Este tío es de circo", para concluir: "Invertía demasiado tiempo en bagatelas, sin dejar (a los ministros) tratar los asuntos con la tranquilidad necesaria. Esto nos desesperaba; nos habíamos equivocado al elevarle a la primera magistratura". No era ya el tiempo de un viejo liberal por familia y convicciones, cuyo medio natural era, sin duda, el de la monarquía restaurada. En fin, fue un gran jurista, un político honrado y fuera de época, y un hombre bueno -de "buenazo" lo calificó Josep Pla-, tal como lo definieron Miguel Maura: "Bondad, patriotismo, honradez acrisolada y ferviente deseo de acertar" y Portela Valladares: "Su personalidad era la de un excepcional abogado, honesto, recto y estudiando a conciencia sus pleitos. Quizá sufriese por reparar en exceso en los detalles".

La valoración política ha dejado de lado algunas facetas del pensamiento de Alcalá-Zamora, estrechamente relacionadas, como no podía ser menos, con su personalidad y acaecer vital. Don Niceto tuvo una excelente formación jurídica. Sus maestros en la Universidad fueron Gumersindo de Azcárate en Derecho público y Rafael de Ureña en Derecho privado, se hizo abogado en el bufete de Díaz Cobeña, donde coincidió con Manuel Azaña, y ganó plaza en el Consejo de Estado. Tuvo también una buena preparación cultural, hecha de muy varias lecturas. Preso en la Cárcel Modelo, en 1930, sabemos que junto a Séneca y Raimundo Lulio leía a Marx y a Engels. También fue autor de ensayos sobre Cervantes y el Quijote, Ruiz de Alarcón y Alejandro Manzoni.

Excelente orador y estudioso de la oratoria española vio, lógicamente, una de sus cimas en Emilio Castelar quien fue, además, su referencia fundamental. En una velada necrológica dedicada al ilustre tribuno pronunció -mayo de 1900- su primer discurso en Madrid y a él se refirió glosando su figura al ocupar el sillón D de la Real Academia Española, que lo fue también de Castelar, con admiración máxima: "De águila fueron la elevación, la serenidad y el brío majestuoso de su vuelo espiritual, pero también de águila fue la visión cabal, certera, amplísima del suelo a que debió descender". Siempre enalteció su fervor democrático. Incluso consideró el paralelismo de las vidas de don Emilio -"aquel hombre a quien se creía débil (pero que supo mantener) serenamente y sin claudicaciones la autoridad de la República entre las multitudes turbulentas de Madrid"- y la suya propia. Paralelismo que consideraba impresionante en un texto especialmente significativo: "La demagogia de su tiempo derribó a Castelar, presidente amovible de una república aún sin Constitución; la demagogia del mío, también por creerme con excesiva moderación, aprovechando brechas de una Constitución cuyas imperfecciones quise y no pudo corregir, atropelló las garantías de inamovilidad presidencial. El golpe de Estado de 3 de enero de 1874 fue militar, dado por el general Pavía; los del 4 y el 7 de abril de 1936 fueron parlamentarios, realizados por las Cortes, que primero se declararon indisolubles durante mi mandato y después me destruyeron como castigo de haberles dado, al convocarlas, triunfo y poder. Las víctimas en ambos casos fueron España y la República. Todas las coincidencias evocadas, lejos de ser engreimiento de mi orgullo, han sido guía de mi criterio, ejemplo para mi conducta, consuelo en la adversidad e incentivos de mi admiración hacia el coloso de la Tribuna".

El libro La oratoria española, del que he extraído las anteriores citas, resulta fundamental para la comprensión de Alcalá-Zamora. Allí encontramos su visión de la Historia de España, y allí nos muestra sus preferencias políticas, como cuando nos dice de Jovellanos: "Más jurista, historiador y sociólogo que poeta y dramaturgo, mereció ser y hubiera sido, el alma y la voz de las Cortes de Cádiz, pero no pudo serlo, porque precipitó su muerte al inmerecido calvario que fue el final de su vida". Formula también en este libro una apasionada e inteligente defensa de la oratoria como pieza clave de la institución democrática fundamental, el Parlamento, y nos dice : "La representación nacional, principio básico de las Constituciones, busca su cauce adecuado en la elección; pero cuando ésta se descuida por la ciudadanía, se vicia por los partidos, o se falsea por la autoridad, aquella representación necesaria se abre paso y encarna, inesperada y defectuosamente, aun en las asambleas mal elegidas. Recogen éstas las corrientes de opinión, sienten por pudor y aun por egoísmo el interés nacional y acaban imponiendo a los gobiernos un freno, que no es, ni mucho menos, del todo leve, ficticio e ineficaz. Los votos estarán mal reflejados e injustamente repartidos, en esas cámaras; pero todo sentimiento poderoso y noble encuentra allí su voz, y la voz, eco de la conciencia, significa moralmente más que el voto, muchas veces claudicación de intereses, casi siempre imposición de disciplina. La voz, que parlamentariamente es el discurso y artísticamente la oratoria, es la oposición, garantía de la libertad y dique de las arbitrariedades gobernantes". Y concluye: "Para gloria suya, la oratoria parlamentaria fue siempre lo mejor en los sistema constitucionales de España; para daño de éstas fue aquella con frecuencia lo único bueno de los mismos (...). Entre tantos arbitrios y ficciones, la tribuna supo reflejar la vida y decir la verdad". La oratoria española muestra también el liberalismo comprensivo de don Niceto: allí, tratados con el mismo respeto, encontramos a Olózaga, Martos, Pi y Margall, Salmerón y Moret, pero también a Donoso, Vázquez de Mella o Nocedal.

Tuvo Alcalá-Zamora, resultado de sus lecturas y, sobre todo, de sus experiencias, un acertado sentido de la Historia y del papel que en ella juega el individuo sobresaliente. La Historia, ciencia y arte, representación suprema de la vida, deformada muchas veces por el papel asignado a ciertos grandes protagonistas, debe "democratizarse", pues el mérito de éstos consiste en comprender y aprovechar las ocasiones propicias, las oportunidades históricas que se les presentan para realizar los ideales de su patria y de su civilización sin que pueda extenderse a crearlas, desde el momento en que entran en juego fuerzas muy complejas, imposibles de someter a ninguna decisión deliberada. Y dirá en Los protagonistas de la vida y el arte, volviendo a Castelar: "La justicia debida a Cánovas se extiende al otro gran hombre de Estado que Castelar llevó en sí, y que ante sus contemporáneos quedó oscurecido por la nube de la pasión ajena y por el resplandor de la figura propia: no basta para medir su talla cuanto hizo enfrente de una demagogia convulsiva y estéril, sino que es necesario calcular cuánto hubiera podido hacer al frente de una democracia serena y experta".

Y en términos semejantes, velados por la modestia, se referirá a sí mismo: "Nunca, ni en los momentos de más autoridad y prestigio, me creí dueño, ni siquiera guía de mi país; tan sólo su consejero, y más bien su intérprete o representante; cuando me buscó, confiado con motivo en que le serviría para cumplir el deseo de liquidar sin estrago, mediante una revolución pacífica, los trastornos de la dictadura y las conmociones inherentes al hundimiento de una monarquía secular, no me deslumbró el triunfo, ni me atribuí en él la principal parte, viéndolas en la asistencia de innumerables colaboraciones, las más decisivas e indispensables en los yerros y faltas del régimen que se derrumbaba y que, como todos, moría del mal que nadie cura: la persistencia en la vía del suicidio. Tuve apariencias de protagonista mientras coincidía, y casi me identificaba, con la voluntad del país; pero cambiada ésta, y deseoso a su vez de suicidarse el nuevo Estado, me apartó con la misma facilidad que me había encumbrado, creyendo también con razón que le estorbaba y no le servía para empresa de odio y enconos de discordia: me derribó la revolución que había tenido la cautela de no anunciar su propósito, por si le faltaba la ocasión y los medios; me habría derribado, igualmente, de haberlos tenido a su alcance, la reacción pregonera y frustrada que con ruido esparció su intento".

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