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Ignacio Moncada

Recelo hacia el inmigrante

La llegada de inmigrantes de baja cualificación incrementará la demanda de empleos aptos para la clase baja, lo que provocará una tendencia a reducir los salarios. Esto no interesa a este estrato social.

Soy de los que piensan que una de las principales ventajas de ser miembro de la Unión Europea es la de disfrutar de libertad de tránsito de personas. Es algo difícil de extender a otras fronteras, pero la considero una buena dirección hacia la que remar. Facilitar los flujos migratorios aumenta el nivel de competencia entre economías vecinas, de forma que si un país ofrece unas condiciones laborales pobres mucha gente buscará otro lugar donde prosperar. Está claro que esto es relativo, pues el idioma y el arraigo a la localidad donde se vive son importantes barreras que hacen rígidas las fronteras. Pero cuando una sociedad es más flexible, la economía está mejor engrasada.

Las crisis tienden a recrudecer el recelo hacia el inmigrante. Lo que en épocas de prosperidad era una bendición, pues cubría puestos de trabajos necesarios pero poco apetecibles, se torna en herramienta política cuando llega la recesión. Y lo estamos viendo. En los últimos días todos los partidos están modulando su discurso, buscando la tecla que conecte mejor con el electorado. La realidad va imponiendo un deslizamiento del discurso hacia la dureza contra el inmigrante. Enredados en este debate, mucha gente ha juzgado contradictorio que los primeros brotes de xenofobia se den entre clases obreras, cuando se consideraba un defecto generalizado entre los ricos. Lo cierto es que no es algo contradictorio, sino perfectamente racional.

Imaginemos una sociedad simplificada en la que sólo hay dos tipos de trabajadores: unos son de baja cualificación, y los otros son personas muy bien preparadas, entre las que hay empresarios, directivos y trabajadores especializados. Por agilizar la lectura les llamaremos respectivamente clase baja y clase alta. La llegada de inmigrantes de baja cualificación incrementaría la demanda de empleos aptos para la clase baja, lo que provocaría una tendencia a reducir los salarios. Esto no interesa a este estrato social, que vería que la inmigración le obliga a trabajar por menos dinero.

La clase alta, sin embargo, estaría encantada con la llegada de inmigrantes dispuestos a trabajar barato. Los empresarios reducirían sus costes de personal, y los trabajadores más cualificados no notarían ningún efecto negativo en sus salarios. Es cierto que también existe la inmigración de alta cualificación, pero su efecto es mucho menos relevante. Después de todo, la clase alta tendería a ser menos numerosa, a emigrar de forma menos masiva, y no se juega su subsistencia en un margen tan estrecho.

Es evidente que la sociedad real es mucho más compleja. Ni existen dos clases definidas, ni los tipos de puesto de trabajo se dividen en compartimentos estancos. La sociedad actual está formada por una gama de niveles de formación, ambiciones y posibilidades tan variada que el concepto de clases no tiene cabida. Pero, como en el ámbito científico, el uso de modelos simplificados es útil para explicar parte de lo que sucede en la compleja realidad. De lo que se cuece.

El recelo hacia el inmigrante comienza a aflorar a la luz de la crisis que amenaza con quedarse en España. Afecta en mayor medida a los trabajadores de menor cualificación y a los parados. Por eso un partido que quisiera atraer a estos votantes presentaría al inmigrante como un adversario, como una amenaza. Esto alimentaría la xenofobia en los barrios con más problemas económicos. Pero es un proceso racional. Y cuando digo racional no me refiero a que esté justificado, o que no sea reprobable. Me refiero a que responde a los incentivos que hay en el sistema. Por brutales que éstos sean.

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