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Pío Moa

Una pequeña meditación

En mi opinión, la definición correcta del hombre no sería la de animal racional, sino la de animal moral.

Uno ve en televisión el cadáver de Juan Pablo II, el rostro inanimado, pero bien reconocible, de quien tanta influencia tuvo en nuestras vidas, y le abruma esa extraña impresión de la existencia limitada por la muerte. Parece el mismo hombre, pero ya no es el mismo. Ya no habla, ni reacciona, está yerto definitivamente, no difiere de la naturaleza inorgánica, y adivinamos bajo sus rasgos una química bien distinta de la que le mantenía vivo. El contraste entre alguien vivo y su imagen cadavérica nunca deja de desconcertarnos. Nos desconcierta como la impresión de un sueño, como si el personaje nunca hubiera existido, tal como al despertar damos por irreales unas imágenes nocturnas que quizá nos han impresionado muy intensamente. Ahí está el hombre, con su forma familiar, pero paralizada, a semejanza de una estatua, salvo porque, como bien sabemos, esa parálisis indica su próxima descomposición, su inmersión en la nada. En la “nada” por relación a lo que parece algo a nuestros sentidos, los de quienes permanecemos provisionalmente en la vida, en eso que llamamos vida como si poniéndole un nombre la conociéramos. Contrastamos la vida con la muerte, de la cual sabemos todavía menos. Cada concepto se define negativamente por el otro. La muerte es la no-vida, y la vida es la no-muerte.
 
Por lo demás, cada uno de nosotros ha venido a lo que llamamos “este mundo” sin intervención de su voluntad, sin intervención de la voluntad de sus padres, pues estos ignoran la clase de hijo que van a tener, y sin que ninguno de nosotros pueda decidir por adelantado su familia, ni su país, ni su época, ni su cultura, condicionantes decisivos de su existencia. Tampoco puede elegir el individuo los dones y taras con que llega al mundo, voluntad exclusiva de “los dioses”. Y sin embargo, con esos mimbres arma cada cual el cesto de su propia historia. Pues, ¿qué termina con la muerte de un ser humano? Termina una historia, y eso la distingue de los animales. El animal no puede componer una verdadera historia, aun si su existencia está llena de avatares, porque no es un ser moral: apenas posee capacidad de elección y, aun estando muy lejos se ser el autómata que suponía Descartes, su comportamiento está gobernado por el instinto, impreso en sus genes. En mi opinión, la definición correcta del hombre no sería la de animal racional, sino la de animal moral. Nuestra vida transcurre en la atmósfera de la elección, es decir, del bien y el mal, y eso, precisamente, transforma una existencia animada en una historia: un desarrollo (¿qué palabra emplear?) en que desempeñan un papel clave la libertad y sus consecuencias, y la responsabilidad del individuo.
 
Pero tras bautizar como “historia” la vida humana, volvemos a constatar su carácter misterioso, es decir, parcialmente inasequible a nuestra consciencia. Y ello por dos razones: en primer lugar, nuestra memoria ignora u olvida buena parte de nuestra vida, la cual permanece así en la oscuridad, al paso que los mismos hechos recordados reciben interpretaciones diferentes por parte de otros actores u observadores de los mismos, sin que a menudo logremos discernir qué versión toca más a la verdad. En segundo lugar se nos hurta el sentido y consecuencias últimas de nuestros actos. Un católico me decía: “Aunque nadie en sus cabales puede elogiar a Stalin, tampoco nadie puede decir que Stalin haya ido al infierno. Sólo Dios puede determinarlo”. Crea uno en Dios o en el infierno, o no, la idea dista de ser absurda. Puede expresarse de otro modo: los sucesos, una vez ocurridos, quedan así, inmodificables para siempre, para la eternidad, seamos capaces de conocerlos o no, de juzgarlos o no. Tal aserto tiene sentido suponiendo un Dios capaz de conocer y juzgarlo todo. Si excluimos tal suposición, su sentido se desvanece, pero con él se pierde también el sentido de la vida humana; y no resulta fácil para nuestra psique cargar con el peso de tal conclusión.
 
Una causa de nuestra curiosidad por la vida ajena radica en esas ignorancias inevitables, así como en el carácter simpático del ser humano, la comunicación emocional entre las personas: en los demás nos reconocemos, y buscamos en sus vidas claves para explicar la propia.
 
Por imposición de la naturaleza moral del hombre distinguimos, pese a todas las limitaciones, entre vidas frustradas o perversas y otras por así decir ejemplares. La de Juan Pablo II nos parece ejemplar, y más al ver el tributo hipócrita que le rinden muchos de quienes han hecho lo posible por desprestigiarle y combatirle. “La hipocresía es el tributo que el vicio rinde a la virtud”, dijo no recuerdo ahora quién, probablemente un francés, porque la frase tiene esa sutil precisión del mejor espíritu de Francia, como aquella otra, magnífica, cuyo autor también lamento no recordar en este momento, perdonen mi mala memoria: “¿Quién no es mejor que su propia biografía?”.
 
Un artículo no da para explayarse, y divago un tanto, pero me resulta difícil evitarlo ante sucesos como la muerte de Karol Wojtyla, que colocan las cosas de la vida bajo una luz extraña, distinta de la habitual y doméstica trivialidad del día a día.

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