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Santiago Abascal

El monstruo en libertad; un enfermo de odio

Lo advirtió la forense del caso y así lo ha demostrado el paso del tiempo: No es un enfermo terminal.

Mondragón, Guipúzcoa, madrugada del seis de diciembre de 1985. Ni siquiera lo tenían previsto; tomaron la decisión sobre la marcha. Identificaron al guardia civil Leal Baquero, de paisano, dentro de un coche aparcado en la estación de tren. Le ametrallaron a muy corta distancia. Bolinaga y dos encapuchados más.

Mario Manuel Leal Baquero, de 29 años, casado y con una niña, estaba pendiente de ser trasladado a Asturias, su tierra. Volvió envuelto en una bandera de España.

Mañana del catorce de julio del 87. Un convoy de cuatro vehículos de la Guardia Civil sale de Oñate. Veinte kilos de explosivo y diez de metales y tornillos aguardan a la entrada de una curva, punto en el que el convoy ha de aminorar necesariamente la marcha. El primer coche voló quince metros. Murieron dos de su ocupantes, uno entre el amasijo de hierros, el otro había salido despedido y yacía en mitad del prado. Antonio López Colmenero y Pedro Galnares Barrera. Otra acción heroica. Otra vez Bolinaga.

Diecisiete de enero de 1996. El terrorista secuestra y entierra en vida a José Antonio Ortega Lara durante un año y medio. Él es su torturador. Capturado por compañeros de sus tres asesinados, se niega a revelar el lugar donde agoniza su víctima. Ortega Lara habría muerto de hambre de no ser por la pericia de los agentes.

Este es el monstruo que lleva un año libre porque le sobrevenía la muerte. Libre, para escarnio de sus víctimas y de cualquier español, porque, en opinión del Ministro Fernández Díaz, así lo imponía la ley. Falso. La ley amparaba tanto su salida como su permanencia en la cárcel. El gobierno escogió lo primero en una de las decisiones que más indignación e incredulidad ha generado, ya no entre sus afiliados y electores, entre los propios españoles.

Este tipo repugnante, al que le restan más de 160 años de prisión y que jamás se ha arrepentido de sus crímenes ni ha colaborado con la justicia, disfruta de una libertad que no merecen las alimañas. Lo advirtió la forense del caso y así lo ha demostrado el paso del tiempo: No es un enfermo terminal. Es simplemente un enfermo, un enfermo de odio.

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