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Santiago Abascal

Monedero miente

En el juzgado, al contrario que en sus clases, y en sus charlas, y en sus mítines, le tocará apoyar sus acusaciones en pruebas.

En el juzgado, al contrario que en sus clases, y en sus charlas, y en sus mítines, le tocará apoyar sus acusaciones en pruebas.

La madrugada del primero de mayo de 1980 tres encapuchados desenfundaron sus armas y dispararon –a bocajarro y por la espalda– contra José Oyaga y Jesús Vidaurre, cuyos cuerpos sin vida tiñeron de rojo los adoquines de la plaza de San Francisco, en el casco viejo de Pamplona. Dos días después ETA reivindicaba el atentado, el primero de una pretendida campaña contra la droga, anunciada días atrás por Herri Batasuna con un comunicado en el que apuntaba al Gobierno español como responsable de los cargamentos de heroína que llegaban al País Vasco. Para el brazo político de la banda, las muertes por sobredosis formarían parte de un plan secreto diseñado en el Palacio de La Moncloa para diezmar a la juventud vasca.

El argumento, ya digo, suponía el pistoletazo de salida de una nueva veda que se abría: la del traficante. Treinta y dos fueron las víctimas a las que se colgó el sambenito. Lo cierto es que por ninguna de ellas enviaron una corona de flores, ni siquiera un telegrama de pésame, Pablo Escobar y demás señores de la droga. No pocos de los caídos nada tenían que ver con los narcóticos, y los que sí o eran unos pobres yonquis o eran camellos de poca monta, lo que una vez más demostraba que los etarras no se atrevían con los de su tamaño.

Lo de la guerra sucia de ETA a los traficantes recuerda a la declarada contra los confidentes en 1975. A lo largo de cuarenta años, setenta y ocho fueron los muertos a los que la banda señaló como chivatos, muchos de los cuales solo eran vascos que se negaban a comulgar con las ruedas de molino del nacionalismo. Tanto en un caso –el de los traficantes– como en otro –los confidentes– puede hablarse de la acusación sin fundamento como instrumento de exterminio político. La fama de soplón o de narco podía traer su origen en una discusión de escalera, con la mala suerte de que uno de los vecinos fuera simpatizante de Herri Batasuna. A veces servía para ajustar cuentas; como denunció la hermana de un asesinado: "Aquí la envidia tiene sabor a muerte". La banda también echó mano del señalamiento del chivato o del traficante como recurso urgente para escurrir el bulto de sus chapuzas, como cuando asesinaba a alguien por error. Algo tenían que decir, y decían que quien fuera se había ido de la lengua o regalaba caramelos con droga a las puertas de las ikastolas o de los institutos. Ya lo dijo la hija de una víctima: "No hay porqué, el porqué te lo ponen luego".

Quien estudie las biografías –yo lo he hecho– de los más de cien muertos a los que mataron las malas lenguas, la mala fama, descubrirá que muchos tenían un punto en común: lo humilde de sus quehaceres, lo que desbarataría la retórica libertadora de la banda que los liquidó. Quién se iba a creer que ese vendedor de periódicos o aquel representante de una marca de frutos secos o aquel otro camarero eran en verdad agentes secretos del gran capital o ángeles exterminadores de una juventud, la vasca, fiel en su pureza al ideal sabiniano, esto es, nacionalista. Por eso lo de tipificar en sus códigos como delitos castigados con pena de muerte la colaboración con las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, para así conjurar el rechazo de una sociedad, la española, que durante un tiempo asumió, cobardemente, que hacer prácticas de tiro con un tricornio podía tener su punto de justificación, mas nunca con el casco de un obrero.

Lo triste no es que el relato calara en el submundo etarra, ese Estado dentro del Estado compuesto por miles y miles de –y estos sí que sí– chivatos. Lo triste es que el relato traspasara las fronteras de la infamia y, peor aún, dure hasta hoy. El penúltimo fellow traveller de los batasunos –siempre es más cortés llamar a alguien "compañero de viaje" que "tonto útil"– ha sido Juan Carlos Monedero, portavoz de Podemos. Circula por internet un vídeo en el que Monedero acusa sin pruebas a la Policía de pretender acabar con los airados hijos de Sabino Arana no a balazos, sino con papelinas de heroína. El escenario en el que se desenvuelve Monedero es, lo que son las cosas, una sede de Izquierda Unida, no una de esas herriko tabernas en las que tan bienvenido es Pablo Iglesias (y donde solo este sabe si saca pecho contando que cuando era más joven a los antidisturbios de Madrid les cantaba: "¡Mi primo el de Bilbao os tiene acojonaos!").

Nada dice Monedero de la joint venture entre ETA y la narcoguerrilla de las FARC; ni de que Segi, la cantera de ETA, se refería a los gaztetxes, sus puntos de reunión, como "fumaderos de porros"; ni de los altos índices de consumo de estupefacientes entre los pistoleros de la banda, índices que habrían justificado acciones conjuntas de las unidades antiterroristas y antidrogas, índices, en fin, que explicarían que quien durante años fue jefe de suministro de armas de la banda, Aitzol Etxaburu, anduviera también complicado en trapicheos de estupefacientes. Nada de esto dice Monedero, quizás por tratarse de hechos documentados y ser él hombre inasequible al documento.

Pues bien, la Confederación Nacional de Policía ha anunciado su intención de llevar a Monedero a los tribunales, de sentarle en el banquillo. Allí, y al contrario que en sus clases, y en sus charlas, y en sus mítines, y en sus libros, y en sus artículos, le tocará al politólogo apoyar sus acusaciones en pruebas, y no en leyendas urbanas ni en teorías de la conspiración. Quién sabe, quizás todo esto sirva para que Monedero abandone sus prejuicios ideológicos y abrace la verdad de los hechos. Aunque, sospechando cuáles son los clásicos con los que se casa la eminencia gris de Podemos, es casi seguro que agote su turno de defensa con un: "Y si la realidad choca con nuestros postulados... ¡peor para la realidad!".

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