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Serafín Fanjul

Abucheos

Si a usted se le ocurre abuchear –o tan sólo hallarse cerca– a un tal Bono, infiltrado para provocar en una manifestación de víctimas del terrorismo, tiene la persecución policial y judicial asegurada.

Estaba cantado. En cualquier rincón y circunstancia un grupo de gamberros, dizque politizados, abroncan a una personalidad política que no es de su agrado y contra el cual y lo que representa vienen incubando un odio enfermizo alimentado por la idea central de que ellos, los berreantes, son también Los Justos. Es una forma suave y previa del terrorismo o el asesinato político: si no apiolan al insultado no es por frenos morales, sino por carecer de los medios, la preparación y, probablemente, los redaños precisos para hacerlo; ocultos y protegidos en la masa se justifican y animan mutuamente chiquitos –y no tan chiquitos– que por separado no osarían romper un plato o dar una mala contestación ni a un niño de Kindergarten.

Gentes resentidas, maleducadas o resueltamente descontentas (incluso con razones serias) las ha habido y hay en todos los tiempos y latitudes. Quizás el elemento nuevo aparecido y crecido en nuestra época es la proliferación mimética de esta clase de incidentes, debido a la difusión, buscada o indirecta, de los todopoderosos y omnipresentes sistemas de comunicación instantánea de que disfrutamos. O, a veces, como es el caso, padecemos. Es una vieja experiencia relacionada con la comisión de delitos y desafueros varios: si se quiere minimizar y dificultar la extensión de un acto reprobable debe reducirse su publicidad lo más posible. Lo sabía nuestra vieja Inquisición: si se quería evitar el surgimiento de nuevas supuestas brujas –de paso recordamos que la Inquisición , al contrario de los protestantes, persiguió y quemó a muy pocas mujeres por hechicería– el primer expediente que se había de seguir consistía en juzgar y penitenciar (lo cual no significaba hoguera, ni mucho menos) a la acusada con el menor aparato y fanfarria posibles.

Pero la nuestra es la era de la comunicación, la información vertiginosa y... los monos de imitación. Si a esto añadimos el escaso coste –de riesgo, vaya– que entraña la bronca para los gamberros, no es extraño que los abroncadores se multipliquen "como los lirios en el campo", que dicen los alemanes. Sale gratis sacarse la adrenalina ofendiendo y voceando al ser odiado. Al menos en el denostado Occidente, o en países bajo su influjo directo: es inimaginable que nadie, por orate que fuese, se hubiera atrevido a tirar un zapato contra Saddam Husein, tan llorado por arabistas e ignorantes diversos. Por mucho menos achicharró, gaseó o descuartizó a multitudes. Y quien dice Saddam, dice el Rey de Arabia, el tirano vesánico de Irán o cualquier iluminado con misión en la Tierra, ya le venga de Dios o de sus propios cuentos, que llega a creerse.

Porque en esto de los abucheos y rechazos también hay grados y maneras; usted puede, impunemente, aperrear, insultar y –si se tercia– agredir a dirigentes y militantes del PP (así viene sucediendo desde verano de 2002) y la pasará tan ricamente. Pero si se le ocurre abuchear –o tan sólo hallarse cerca– a un tal Bono, infiltrado para provocar en una manifestación de víctimas del terrorismo, tiene la persecución policial y judicial asegurada, amén del linchamiento en los medios de comunicación del Gobierno, que son casi todos. O si tira huevos contra la sede del PSOE de Granada. O si levanta ¡un papel! pidiendo horca para el indeseable Carod-Rovira. Hasta el partido de la derecha se lanzará contra usted porque eso no son formas y bla, bla, bla. Y claro que no lo son, siempre que se aplique el mismo baremo para todos. Pero aquí gozamos de la España asimétrica, también en esto.

De ahí la sorna melancólica con que recibimos el rasgarse de vestiduras, las enérgicas condenas contra José María Aznar por su gesto de Oviedo. Es de broma que exploten tan desvergonzadamente un incidente mínimo quienes enviscan a los salvajes, cuando no participan ellos mismos, en las agresiones al PP (véanse hemerotecas y causas abiertas contra cargos del PSOE por incitar, con nombres, apellidos y números de teléfonos, hasta oficiales, a asaltar sedes del partido contrario). En cuanto al mismo Aznar, hay que felicitarse de que, por fin, un político español reaccione con la naturalidad lógica en quien está harto de recibir insultos –espontáneos, claro–, de ser tildado de terrorista habiendo sufrido él mismo un atentado. Harto de que insulten a su mujer o de tragarse durante muchos años los regüeldos de Pepiños y Pajinas. Harto de tanta farsa políticamente correcta.

Y luego está lo del Rey en Valencia y Baracaldo: después de treinta y cinco años fomentando o ignorando adrede el crecimiento del separatismo, ¿qué esperaban? Y esto no ha hecho más que comenzar.

En España

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