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Thomas Sowell

Iván y Boris, otra vez

El ejecutivo medio ni siquiera ingresa tanto dinero como la mayoría de artistas o deportistas. De hecho, el salario estándar de un directivo de una empresa cotizada en el S&P es inferior a la trigésima parte de las rentas de Oprah Winfrey.

En un cuento ruso se relata la historia de dos campesinos pobres, Iván y Boris. La única diferencia que había entre ellos es que Boris tenía una cabra e Iván no. Un día, Iván se encontró con una lámpara vieja y sucia y al frotarla se le apareció un genio que le prometió concederle solamente un deseo: "Quiero que la cabra de Boris se muera", aseveró Iván.

La narración bien podría aplicarse a los estadounidenses de hoy en día, quienes muestran una gran preocupación por el salario de los directivos de las grandes empresas. No es que su sueldo les afecte en absoluto, ya que, por ejemplo, con el dinero que nos ahorraríamos si todos los ejecutivos de una petrolera estadounidense accedieran a trabajar gratis, no podríamos ni siquiera rebajar en 10 céntimos el precio de la gasolina. Análogamente, si los directivos de General Motors hicieran lo mismo, tampoco podríamos reducir el precio de un Cadillac o de un Chevrolet ni el 1%. Hay demasiada gente que se parece al Iván que desea que muera la cabra de Boris.

De hecho, el ejecutivo medio ni siquiera ingresa tanto dinero como la mayoría de artistas o deportistas. El salario estándar de un directivo de una empresa cotizada en el Standard & Poor's es inferior a la tercera parte de lo que gana Alex Rodríguez, alrededor de un décimo de lo que ingresa Tiger Woods y menos de una trigésima porción de las rentas de Oprah Winfrey. ¿Pero cuándo se ha producido una histeria colectiva contra la "codicia" de un atleta o de un artista?

El problema es que los políticos y los medios de comunicación se han cebado con los líderes empresariales y la opinión pública se ha dejado llevar como un rebaño de ovejas. La lógica es sencilla: satanizar a aquellos cuyo puesto desees usurpar. Los políticos aspiran a controlar e intervenir en todas las empresas y por eso tratan de desprestigiarlos; y dado que no pueden asumir los roles de Alex Rodríguez, Tiger Woods o Oprah Winfrey, les permiten ganar tanto dinero como quieran.

En la Francia del siglo XVIII, el odio contra la aristocracia fue la clave para que Robespierre obtuviera poderes aun más dictatoriales de los que la aristocracia había ostentado jamás y para provocar el mayor baño de sangre conocido. En el siglo XX, fueron tanto los zares como los capitalistas rusos quienes se convirtieron en objetivos públicos del odio gracias a las pretensiones comunistas de tomar el poder.

Como en otros países y en otras épocas, el problema ya no es qué elites son las que se están enfrentando por lograr la soberanía en los Estados Unidos; la cuestión de fondo es que quien más tiene que perder en esta batalla, es el pueblo. No en vano, ahora mismo estamos padeciendo una de las más claras manifestaciones de lo que sucede en la economía cuando los políticos imponen a las empresas qué decisiones deben tomar.

Durante años, los burócratas presionaron a los bancos y al resto de instituciones crediticias a través de la Ley de Reinversión Comunitaria y de otras regulaciones para que prestaran a gente insolvente. Pero cuando este escándalo estalla delante de nuestras narices, ¿cuál es nuestra respuesta? Pedir que las decisiones económicas las tomen los políticos, porque nos han vendido la moto de que la culpa la ha tenido la "liberalización". Desde luego, los cargos públicos han aprendido a irse de rositas atribuyendo todas las catástrofes a la "liberalización".

Si seguimos escuchando a los políticos y a sus aliados mediáticos, todos saldremos perdiendo. Si centramos nuestras iras en los salarios de los altos directivos –en la cabra de Boris– sólo habremos mordido su anzuelo.

En Libre Mercado

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