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Serafín Fanjul

Las encuestas

Las fallas de los sondeos son conocidas: la gente no dice lo que piensa, las preguntas inducen las respuestas, los cocineros no actúan por inocencia sino por industria y sueldo, el universo en que se ha preguntado es escaso, etc.

La proximidad de las elecciones reaviva uno de los ritos más caros a periodistas y medios de comunicación: la publicación de encuestas de opinión. Se diría que los mensajeros nos están descubriendo algo, cuando la realidad práctica se queda en proporcionar materiales para sus comidillas –en muchas ocasiones, en nuestro país, los comentarios políticos no son más que eso– y elucubraciones en escritos, tertulias radiofónicas y alusión a nuevos sondeos que servirán para cerrar el círculo de naderías contadas a partir de muy pocos hechos concretos. Ahora, cuando se acercan los Idus de marzo (¿de verdad nos libraremos de él, aun sin cuchilladas?) arrecia el temporal de encuestas. Y amenaza con empeorar.

Los escasos expertos verdaderos en la materia –Amando de Miguel es uno de los pocos– sugieren con escaso éxito, como suele suceder a cuantos conocen bien un campo determinado de discusión y controversia a merced de la llamada "opinión pública", que no se pueden tomar demasiado en serio los resultados que descubren, como si desvelaran el Secreto de la Vida, que Mariano Rajoy sale peor valorado que Rodríguez por el sectarismo irrenunciable del votante de izquierda, que las parvadas de Pepiño incomodan hasta a la clientela socialista o –descubrimiento cenital y máximo– que la auténtica encuesta son las elecciones mismas, lo cual recuerda peligrosamente a esas sentencias filosóficas que sueltan los futbolistas –de ordinario sin nada que decir, pues lo suyo es jugar y meter goles–, ya saben: "somos once contra once", "X es un gran equipo y en cualquier momento te pueden hacer un gol" o "los partidos hay que jugarlos". Añadan cuantas obviedades gusten del mismo jaez y verán cuánto se asemeja el jugador Fulano al experto analista Zutano en su capacidad de ganarse el garbanzo a base de no decir nada, amén de dar patadas, aunque las de los futbolistas, por arteras que sean, siempre resultan más nobles.

Las fallas de los sondeos son conocidas: la gente no dice lo que piensa, las preguntas inducen las respuestas, los cocineros no actúan por inocencia sino por industria y sueldo, el universo en que se ha preguntado es escaso, etc. No abundaremos en tales aspectos por no incurrir, precisamente, en lo mismo que estamos criticando: la relatividad suma de estos ejercicios de entretenimiento. Sí es verdad –y ahí podemos inquietarnos– que en la única encuesta segura habida en este año (las elecciones municipales de mayo) el PP sólo aventajó al PSOE en 150.000 votos en toda España, lo cual es escandaloso, dada la situación de calamidad, ignominia y enfrentamiento a que nos ha arrastrado Rodríguez. Ese sí es un dato para desconfiar del juicio y lucidez de percepción de muchos españoles. Cierto que en las municipales no sólo se vota a los partidos sino a personas concretas que arreglaron –o no– el alumbrado de mi calle; o a las que se tiene ojeriza desde que íbamos juntos a la escuela y nos robaban el bocadillo, preparándose para más altas misiones futuras que ya llegaron; o que colocó –o no quiso colocar– a ese hijo tarambana que nunca falta en las mejores familias. Todo ello es verdad, pero insuficiente para explicar una derrota tan corta de los socialistas.

Están las encuestas que publican televisiones y periódicos, cada una de su padre y de su madre; o las del CIS, de indeclinable obediencia y provecho gubernamental, por lo común realizadas con extrapolación de datos, resultados y tendencias como mínimo discutibles, pero no tenemos tiempo ni ganas de entrar en la crítica de todas ellas. Sin embargo, las valoraciones finales que ofrecen resultan con frecuencia increíbles. Un solo ejemplo de los últimos días: en un sondeo publicado recientemente el político mejor valorado era A. Ruiz Gallardón, lo cual, independientemente de simpatías o antipatías, puede ser algo o bastante cierto –recalcamos lo de puede–, pero lo que se hacía indigerible es que Mariano Rajoy quedaba el penúltimo en la lista, por detrás de personajes tan idolatrados y respetados como Llamazares o Montilla y, sobre todo, por detrás de Francisco Camps. Me pregunto cuántos lucenses, salmantinos o sevillanos tienen ni pajolera idea de quién es el amigo Camps y por tanto están dispuestos a valorarlo mejor que al presidente de su partido, pero ahí queda en la encuesta (o en los resultados publicados) por delante de Rajoy. Si el conjunto del trabajo ofrece la misma fiabilidad no sé para qué se gastan el dinero.

Pero luego existen otras encuestas, aquellas cuya realización anuncian misteriosos los comentaristas. Son las confidenciales "que maneja el PP" y le inducen a la euforia – cuidado, amigos, que ya vieron lo sucedido en 2004– o "las secretas encargadas por Moncloa" que estarían provocando las ocurrencias cotidianas de Rodríguez, desde el cheque-bebé al cheque-ladrillo, pasando por su adhesión inquebrantable a la palabra España, como si a estas alturas pudiera engañar a nadie que no esté previamente encantado con el engaño: la ingenuidad del votante medio es cero. A propósito, un servidor no puede olvidar que en la última intervención televisada de Rodríguez antes del 14 de marzo y muy pocos días antes de los atentados, el prohombre apareció en la imagen modosito y seriecito y con una bandera nacional a su diestra de telón de fondo. De inmediato pensé: "Ahora viene éste con la bandera". Y todavía no había hecho nada de lo que después hizo. En fin, la sugerencia misteriosa de estos otros sondeos abre todas las posibilidades, como en los comentarios de los futbolistas y locutores deportivos que tanto nos aclaran: "el partido está muy abierto". Pues eso, queridos lectores, que no sabemos nada seguro, pero de algo tienen que vivir comentaristas y encuestadores. Y espero me comprendan los numerosos amigos que tengo en la profesión periodística.

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