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Cristina Losada

Zapatero, el hombre sentado

Su reacción retrata, de nuevo, al hombre que sólo se esfuerza por ser cortés y dialogante, conciliador, paciente y complaciente con los que no respetan las reglas democráticas, pero considera "de los suyos".

El incidente provocado por Chávez en la clausura de la Cumbre Iberoamericana no se encuadra en el esquema del fútbol. Quiero decir que no fue un Venezuela contra España ni un España contra Venezuela, y más vale sacarlo del terreno de juego patriótico, que es donde la demagogia chavista trata de situarlo. Para conducir este episodio al lugar apropiado, hay que evaluar las palabras que Zapatero dijo al principio de su réplica al antiguo golpista: "estamos en una mesa donde hay gobiernos democráticos". Pues mire, había gobiernos democráticos y había gobiernos nada democráticos en aquella mesa que, de pronto, parecía la de Crónicas marcianas. Cuba, cuyo canciller avizoraba el espectáculo justo al lado de ZP, era el ejemplo más sangrante de lo segundo. Y, después, Venezuela.

El socialismo aquí gobernante ha demostrado sobradamente y, en particular, con las relaciones privilegiadas, amistosas y cómplices que estableció con Hugo Chávez, que sufre de un padecimiento extendido en la izquierda. Ése que impide reconocer la diferencia entre una democracia, aún con sus defectos y conflictos, y un régimen nacido o refrendado por las urnas, pero que destruye parte o todos los elementos constitutivos de aquella. En ese campo, sólo interesa si el régimen es "de los nuestros" o no, y siempre que se adorne con vitolas de "socialista", "revolucionario" y "antiimperialista" tendrá asegurado el aplauso. Si, además, sus jerifaltes llaman demonio a Bush y Satán a los USA, ya tenemos el kit completo para el éxito entre los "progresistas", que, a pesar de ello, no emigrarán en masa para vivir bajo esos regímenes que tanto aprecian. Es notorio que, para Zapatero, el propio Chávez, como Evo y Castro, era de "los suyos" y así ha querido hacerlo ostensible. Hasta ahora. Hasta que la proximidad de las urnas le impone algunos cambios de estilo, más allá de la bobada de la zeta.

El pequeño problema es que los dictadores, máxime si son pendencieros y matones, se crecen cuando se les da cancha. Puede que España haya de mantener relaciones con regímenes execrables. Pero cosa distinta es darles abrazos fraternales y compartir su retórica, incluida, desde luego, la descalificación de Aznar, que ha sido alimentada con constancia por la cúpula del PSOE. Sería de una gravedad rayana en lo estúpido que Zapatero, en lugar de advertir a Chávez que esta vez no pasaría por el aro de los insultos al ex presidente, se hubiera dedicado a brindar con el dictadorzuelo "por los pobres", pobres a los que aquel sume más en la miseria. A modo de excusatio, dice Trinidad Jiménez, estatua de sal en la mesa, igual que la supuesta moderadora, la presidenta chilena, que lo ocurrido era "imprevisible". En tal caso, los asesores del presidente merecen el despido, pues no puede decirse que el caudillo ocultara sus bravatas hasta el instante de la clausura.

Como nadie esperaba de Zapatero que alguna vez pidiera respeto para Aznar, al que han acusado y vilipendiado con ferocidad desde sus filas, su réplica ha pasado por decente. Pero hete aquí que el político que se enorgullece de sentarse en un desfile al paso de la bandera norteamericana, no se dignó a levantarse de la mesa donde se injuriaba a su predecesor y a su país. Su reacción retrata, de nuevo, al hombre que sólo se esfuerza por ser cortés y dialogante, conciliador, paciente y complaciente con los que no respetan las reglas democráticas, pero considera "de los suyos". Esa debilidad selectiva, pues es suave con los intolerantes y violentos, y duro con los que discrepan de su política, condujo allí, en Chile, a que se pusiera al jefe del Estado en situación desairada y, en definitiva, en un aprieto.

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