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Jeff Jacoby

El Gran Hermano en la escuela

En una sociedad construida sobre la libertad política y económica, las escuelas del Gobierno no tienen lugar. Los hombres y mujeres verdaderamente libres no confían al Estado la formación de las mentes y el carácter de sus hijos.

"La libertad de educación, siendo parte esencial de la libertad civil y religiosa (...) no será negada bajo ningún pretexto en absoluto – anunció la plataforma nacional del partido –. Nos oponemos a la interferencia estatal en los derechos de los padres y el derecho de educar a los hijos según la propia conciencia por ser una violación de la doctrina fundamental de que la mayor libertad individual que no interfiera en los derechos de los demás garantiza la más alta clase de ciudadanía norteamericana y el mejor de los gobiernos."

¿Qué partido político dijo semejante cosa? ¿Los libertarios? ¿Los republicanos de Barry Goldwater de 1964? ¿Algún partido menor de derechas? Pues no. Esta tajante defensa de los derechos de los padres en la educación fue adoptada por la Convención Nacional Demócrata que se celebró en Chicago en 1892, lo cual simplemente demuestra lo que era posible antes de que el Partido Demócrata se convirtiera en rehén de los sindicatos de profesores. (Resulta maravilloso relatar que la misma convención también advirtió de que "la tendencia a centralizar todo el poder en la capital federal se ha convertido en una amenaza", criticó las barreras al libre comercio como una "extorsión a la gran mayoría del pueblo americano para beneficio de unos pocos" y prometió una "incesante oposición a la política republicana de derroche".)

Hoy, en la educación como en tantas otras cosas, los demócratas cantan una melodía distinta. Cuando los candidatos presidenciales del partido debatían recientemente en el Dartmouth College, se les preguntó acerca de un incidente controvertido sucedido en Lexington, Massachusetts, en el que una profesora de segundo grado, para consternación de varios padres, había leído a sus jóvenes estudiantes un relato en el que se celebraba el matrimonio homosexual. ¿Estaban los candidatos "cómodos" con eso?

– Sí, absolutamente – respondió el ex senador John Edwards puntualmente –. Quiero que mis hijos sean expuestos a toda la información, incluso en segundo grado, porque yo no quiero imponer mi punto de vista. Nadie me hizo Dios. Yo no soy quién tengo que decidir en representación de mi familia o mis hijos; no voy a imponerles lo que yo creo que es lo correcto.

Ninguno de los demás candidatos discrepó, pese a que la mayor parte dice oponerse al matrimonio homosexual. Así, en poco más de 100 años, el Partido Demócrata –y, a esos efectos, gran parte del Partido Republicano– se ha visto transformado de defensor de "los derechos de los padres y el derecho de educar a los hijos según la propia conciencia" a un partido cuya dirección está segura de que esos padres "no han de imponer" sus opiniones y valores a lo que se imparte a sus hijos en la escuela. ¿Ven algo malo en eso los padres norteamericanos? Aparentemente no: la aplastante mayoría de ellos matricula religiosamente a sus hijos en escuelas gestionadas por el Gobierno, en las que los únicos valores y puntos de vista permitidos son los prescritos por el Estado.

Pero las controversias como la de Lexington son una oportunidad de recordar que las ideas del Gran Hermano en materia de qué y cómo se debe enseñar a los hijos no son siempre las de papá y mamá.

Los norteamericanos discrepan en el matrimonio homosexual y la evolución, en la importancia de los deportes y el valor de la fonética, en el derecho a llevar armas y a reverenciar la bandera confederada. Algunos padres son laicistas comprometidos; otros son devotos fieles. Algunos ponen gran énfasis a las matemáticas y las ciencias; otros lo ponen en la historia y los idiomas. Los estadounidenses sostienen opiniones dispares en todo, desde la verdad de la Biblia al significado de la Primera Enmienda, de la utilidad del aprendizaje de memoria al significado de la música y el arte. Estando los padres en franco desacuerdo con tanta frecuencia, ¿por qué deberían los hijos verse confinados en un modelo único de educación en el que el Gobierno dictamina lo que es mejor?

Nadie querría que el Gobierno controlase el 90% de la industria del ocio de la nación. Nadie piensa que el 90% de toda la vivienda debería ser propiedad del Estado. Pero aun así, que el Gobierno controle el 90% de los centros educativos de la nación deja a la mayor parte de los norteamericanos extrañamente despreocupados.

Pero deberíamos estar preocupados. No sólo porque la calidad de la enseñanza pública es con frecuencia muy pobre o porque su coste sea muy elevado. No sólo porque los centros públicos se vean constantemente enturbiados por tormentas políticas. No sólo porque las escuelas respaldadas por el poder del Estado no rinden cuentas a los padres y pueden atropellar sus preocupaciones sin miramientos. Y no sólo porque el monopolio de la escuela pública, al igual que virtualmente todos los monopolios, se resiste al cambio, a la innovación y a la excelencia.

Todo eso es cierto, pero hay una verdad mucho más fundamental: en una sociedad construida sobre la libertad política y económica, las escuelas del Gobierno no tienen lugar. Los hombres y mujeres verdaderamente libres no confían al Estado la formación de las mentes y el carácter de sus hijos. Y si no nos fiamos del Estado para alimentar a nuestros hijos, vestirlos o meterlos en la cama a su hora, tampoco deberíamos confiarle su formación.

Esto es algo que los norteamericanos de una época anterior tenían grabado a fuego, pero que muchos en el siglo XXI necesitan volver a aprender. La educación es demasiado importante para dejársela al Gobierno.

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