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Thomas Sowell

El triste consenso de mantener las primarias

Propusieron que el desconocido senador Harry Truman fuera como vicepresidente en lugar de Wallace, y FDR tragó. Si supiera usted lo gilipollas que era Henry Wallace, se daría cuenta de cómo aquella sala llena de humo salvó a la nación del desastre.

Los líderes del Partido Demócrata y gran parte de los medios se estrujan el cerebro a propósito de qué hacer con los electores demócratas de Florida y Michigan para no dejarles al margen del proceso de elección de candidato presidencial y ganarse así, quizá, su antipatía en las elecciones de noviembre. Al igual que tantas otras cosas que los políticos hacen y que acaban en desastre, las normas y prácticas actuales para elegir candidato son cosas que "en su momento nos parecieron una buena idea”.

Podríamos extraer una lección sobre lo que pasa cuando te dejas arrastrar por la retórica y sobre la necesidad de pararse a pensar las cosas y sus consecuencias antes de que éstas te desborden. ¿Acaso queremos, por ejemplo, que las palabras mágicas "sanidad universal" acaben en un desastre similar al que ya ha sucedido en otros países para acabar diciendo que “en su momento nos pareció una buena idea”?

La razón para permitir que "el pueblo" decida quién debe presentarse a presidente de los Estados Unidos por el Partido Demócrata es que asunto tan importante no debería decidirse a puerta cerrada entre los peces gordos del partido en la proverbial sala llena de humo. Pero, en este contexto como en muchos otros, debería plantearse la siguiente pregunta: ¿quién es "el pueblo"?

No estamos hablando del pueblo americano en su conjunto. Ni siquiera de la mayoría de los miembros de un partido concreto. Hablamos de quienes hacen acto de presencia el día de las primarias o se pasan por los caucus. En algunos estados, esto incluye a personas registradas como miembros del partido contrario. Por eso tanto en las primarias como en otras elecciones locales –especialmente en aquellas que se celebran sin coincidir con otras–, intereses creados como el sindicato de profesores pueden conseguir una gran participación entre quienes los apoyan logrando así un peso desproporcionado en el resultado. Una opinión apoyada por menos de la cuarta parte del electorado puede ganar así con gran diferencia. ¿Es ésa la voz "del pueblo"?

Por lo que respecta a las primarias de los partidos, tanto las del Partido Demócrata como las del Republicano están dominadas por los electores más entusiastas, cuyas opiniones pueden no reflejar las de la mayor parte de los integrantes de sus propios partidos, y mucho menos las de aquellos que acudirán a las urnas en noviembre. En los últimos tiempos, en cada año electoral hemos visto cómo el candidato presidencial de cada partido es seleccionado (o al menos vetado) por su sector más radical para después verse obligado a intentar regresar al centro antes de las elecciones. Esta práctica sólo sirve para socavar la confianza de la opinión pública en la integridad de los candidatos de ambos partidos.

En los tiempos de las salas llenas de humo, personas con un largo historial en su partido tenían que tener en cuenta lo que el pueblo en general deseaba, ya que eso determinaría quién sería elegido a la Casa Blanca y al Congreso, y por ende quién decidiría los puestos vacantes en los tribunales federales de todo el país, incluyendo el Supremo. No está en absoluto claro que "el pueblo" que participa en las primarias haya tomado mejores decisiones que las de aquellas salas llenas de humo. Y lo que es más importante, quienes califican de sagrado el sistema actual ni siquiera desean realizar tal comparación.

Es cuestionable que cualquiera de los tres candidatos aún viables en los partidos Demócrata o Republicano hubiera salido elegido por su partido si esa decisión hubiera sido tomada por aquellos interesados en el futuro a largo plazo de sus respectivas formaciones políticas. Nadie se atreve a cambiar las normas a mitad de partido. No obstante, la gran pregunta es si alguno de los líderes de los partidos tendrá el valor de cambiar las normas tras las elecciones de este otoño.

Allá por 1944, los líderes del Partido Demócrata, sabedores de que el presidente Franklin D. Roosevelt tenía una salud tan delicada que probablemente que no sobreviviera su siguiente mandato, decidieron que la elección del candidato vicepresidencial era demasiado importante para dejarla recaer por defecto en el entonces vicepresidente Henry Wallace. Por tanto, propusieron que el desconocido senador Harry Truman fuera incluido en la lista electoral en lugar de Wallace, y FDR tragó. Si supiera usted lo gilipollas que era Henry Wallace, se daría cuenta de cómo aquella sala llena de humo salvó a la nación del desastre.

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