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José García Domínguez

El elefante

“Hoy no puedo jugar, mamá: todos los niños son castellanos”, le había susurrado tan fatal mañana, casi entre sollozos, su amado primogénito, Oriol Pujol Ferrusola.

Si los psicólogos clínicos quieren referirse a un desajuste familiar grave e innombrable, dicen que hay “un elefante en la sala”. Pero cuando el joven José Luis se despertó, no encontró nada anómalo en que aquel elefante siguiese allí; de hecho, siempre había estado allí. Cómo iba a extrañarse de su presencia, si lo primero que había visto al llegar a este mundo había sido precisamente aquel enorme elefante. El paquidermo estaba donde siempre, en casa. No, lo novedoso del día no sería esa compañía tan familiar. Lo extraordinario, lo que iba a convertir a José Luis en celebridad no sólo entre los demás seminaristas sino en el todo Tarragona, era que el delegado local de la Coca-Cola había de proclamar el nombre del ganador provincial justo esa mañana.

A aquellas horas, no muy lejos, en Barcelona, un banquero menor obsesionado con la caza mayor intentaba poner orden en su pensamiento. Redactaba entonces un libro que primero quiso titular Hay un elefante en la sala, aunque al final optó por otro reclamo: La inmigración, problema y esperanza para Cataluña. En sus páginas, el producto destilado de una vida encomendada al amor al prójimo, sentenciaba: “Ese hombre anárquico y humilde que hace centenares de años que pasa hambre y privaciones de todo tipo, cuya ignorancia natural le lleva a la miseria mental y espiritual y cuyo desarraigo de una comunidad segura de sí misma hace de él un ser insignificante, incapaz de dominio, de creación. Ese tipo de hombre, a menudo de un gran fuste humano, si por la fuerza numérica pudiese llegar a dominar la demografía catalana sin antes haber superado su propia perplejidad, destruiría Cataluña”.

Todo era maravilloso, como un sueño. Tal vez por eso, José Luis se frotó los ojos con fuerza; y luego se pellizcó, porque aún no se lo podía acabar de creer. Pero, sí, aquello era real; estaba allí, en la gran capital, en Madrid, al lado de Mochi, el famoso presentador de “Escala en Hi-Fi”. Y era la auténtica Marisa Medina quien acababa de abrir el sobre del jurado y pronunciaba su nombre: “Entre los 170.000 muchachos de toda España que han competido en nuestro Concurso de Redacción en Castellano, el agraciado con el segundo premio nacional es… José Luis Carod Rovira, de Cambrils, Tarragona. Un fuerte aplauso para él”.

Sin embargo, para la santa esposa del banquero, sería aquélla una jornada imborrablemente triste y aciaga. Por culpa del elefante, claro. Años después, lo confesó en el transcurso de una conferencia en Gerona. “Hoy no puedo jugar, mamá: todos los niños son castellanos”, le había susurrado tan fatal mañana, casi entre sollozos, su amado primogénito, Oriol Pujol Ferrusola. Ya de vuelta a casa e informado del drama del pujolet, la faz radiante del subcampeón trocose en semblante torvo. Desde entonces, José Luis se juró no tolerar que el pobre Oriol volviese a sufrir más, ni por su propia culpa, ni por la de terceros. Y ha cumplido. Fiel a aquel compromiso, ayer ordenó que los niños delaten a sus profesores si hablan en castellano. Aunque, desde lo del pobre Oriol, cada amanecer se ha convertido en una pasadilla insufrible para el otoñal Carod. Porque, duermevela tras duermevela, invariablemente, le acontece lo mismo: suena el despertador, abre los ojos y, como en la novela de Monterroso, el maldito elefante continúa ahí.

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