
En España, lo falso no es delito, es tradición. Hemos elevado la copia a categoría estética y la picaresca (ese deporte nacional) se practica igual en el mercadillo que en el hemiciclo. La reciente polémica sobre Yolanda Díaz y sus presuntos accesorios falsificados no va solo de moda. Va de símbolos. De cómo la imagen ha colonizado el discurso, y de cómo, en tiempos donde el relato gobierna, el fake se ha convertido en lenguaje.
Este país es capaz de distinguir un Ribera de un Rioja a veinte metros, pero confunde sin remordimiento un Chanel con uno comprado en Estambul. Y lo más curioso es que lo aceptamos con cierta indulgencia. La falsificación forma parte del paisaje sentimental. Que tu vecina aparezca en Navidad con un "Chanelito" de viaje entra dentro de la normalidad urbana. Que lo haga una ex vicepresidenta es motivo de artículo, tertulia y comunicado.
La cuestión no es si el bolso es feo (que también). Es que aspira a ser algo que no es. La copia como aspiración. La imitación como coherencia. O incoherencia, según se mire.
No discutimos de telas ni de pespuntes. Hablamos de signos. Un bolso no es un bolso, es una frase completa. "Sé quién soy" o, más peligrosamente, "Quiero parecerlo". La moda es gramática visual y, en política, es discurso. No hay neutralidad posible. Hasta unas zapatillas blancas llevan manifiesto. Por eso, llevar un Chanel falso no es un despiste estilístico. Es poesía involuntaria. Una oda a la contradicción entre lo que se predica y lo que se porta.
Si defiendes a la clase obrera, ¿por qué imitar los símbolos de la élite económica? ¿No sería más honesto reivindicar lo popular sin disfrazarlo de lujo? O tal vez (y aquí la ironía es hermosa) el falso Chanel sea la metáfora perfecta de la política contemporánea. Un objeto que imita la verdad sin serlo.
No nos engañemos. España convive con lo fake desde siempre. Másteres evaporados, currículums corregidos a posteriori, ideologías recicladas según convenga, arquitectos que no firmaron planos, políticas públicas que son promesas sin memoria. Aquí, si cuela, cuela. Y si no, se pide disculpas. El fake no es un error. Es un hábito. Por eso, la bolsa pirata en el Congreso no sorprende. Solo confirma lo que ya intuíamos. Yolanda no es la causa. Es el síntoma.
Hemos pasado de preguntarnos qué se piensa a preguntarnos qué se lleva. La política es un moodboard. Sostenibilidad pero en SUV híbrido. Feminismo pero sin mujeres en la foto oficial. Obrerismo pero con Chanel (verdadero o no) al hombro. La estética no acompaña al discurso. Lo sustituye. La imagen es la militancia. Por eso la copia inquieta. Porque insinúa que la narrativa está vacía. O peor, que nunca hubo nada debajo.
El verdadero escándalo no es el bolso ni su procedencia, sino la paradoja que expone: aspirar a parecer aquello que se critica. El icono se vuelve caricatura. El discurso se hace accesorio. Y lo accesorio, discurso.
Quizá la pregunta no sea si Yolanda llevaba un bolso falso. La pregunta real es otra. ¿Cuántas cosas falsas llevamos todos sin darnos cuenta? Ideas, convicciones, principios. ¿Qué es auténtico aquí? ¿El objeto o la intención? ¿El logo o la coherencia?
Tal vez la autenticidad no esté en el mercado ni en el top manta ni en un número de serie. Tal vez lo más auténtico hoy sea admitir que lo falso se ha vuelto costumbre (paisaje, norma). Y que, aunque nos escandalice el Chanel pirata, nos escandaliza más vernos reflejados en él.
Porque, al final, lo falso nos incomoda no por lo que es, sino por lo que nos recuerda.
