
Ángel. 38 años. Aspirante a influencer. Canapero en su tiempo libre. Amante de la fiesta. De la foto. Del like. Del match. Del point. Y del bluf, aunque de esto último no se ha dado cuenta.
Ángel tiene una fiesta. Ángel no sabe qué ponerse. Porque claro, repetir outfit en una foto es un sacrilegio en el meticuloso ecosistema del postureo. Así que, sin dudarlo demasiado, pone rumbo a la catedral de la moda rápida: el Zara de turno, o similar. Porque en la era de lo efímero, no hay mejor templo que aquel donde los sueños de estilo duran lo mismo que una tendencia en Tik Tok.
Revolviendo percheros con la destreza de un arqueólogo moderno, Ángel encuentra la prenda perfecta. Un blazer de lentejuelas doradas, con hombreras dignas de un videoclip de los ochenta y un brillo tan exagerado que bien podría usarse para señalizar una pista de aterrizaje. Estridente, llamativo, puro exceso. Exactamente lo que necesita para destacar en una fiesta donde todos compiten por ser el foco de atención.
Pasa por el probador, se mira, posa, se imagina en la fiesta, visualiza los comentarios del post... Listo. A la bolsa.
La gran noche llega. Ángel estrena su chaqueta con la seguridad de quien ha hecho una inversión estratégica. Se deja ver, se hace fotos, bebe gratis y, lo más importante, deja constancia de su elegancia prestada en Instagram. Porque en la ecuación de la moda fugaz, la clave no es el uso, sino la prueba digital de haber estado impecable. La vida útil del blazer ha terminado, queridos lectores.
Al día siguiente, con la resaca del gin tonic y el brillo del flash aún en los ojos, Ángel cumple con el ritual final. Dobla cuidadosamente la prenda, la mete en la bolsa, busca el ticket y regresa al punto de partida. "¿Algún problema con la chaqueta?", pregunta la dependienta con la mirada entrenada para detectar devoluciones con olor a fiesta. "No, no, me queda grande", responde Ángel con la convicción de quien ha ensayado la excusa más veces que sus poses frente al espejo. Dinero de vuelta, dignidad intacta, y un nuevo look esperando ser estrenado... por otro Ángel, en otra fiesta, en otra foto.
Como Ángel, hay más ángeles en el mundo. Y más peces en el río. Están los que pierden su dignidad perdiendo el tiempo en ir a devolver una prenda (con todo lo que ello supone: desplazarse, hacer la cola, aguantar la vergüenza...); y luego están esos ángeles que directamente se endeudan para vestir. Porque si el alquiler es caro y la inflación aprieta, siempre quedará la opción de dividir el pago del abrigo en seis cómodos plazos sin intereses. "Compre ahora, pague después", dicen las plataformas de moda con la naturalidad de quien le vende un café. La trampa está servida. Y es que aparentar es un lujo que se paga en cómodas cuotas.
Y así seguimos, en esta sociedad donde no tener nada en la cuenta bancaria no impide vestir como si uno fuera accionista de una Big Four. La moda ya no es sólo tendencia, es deuda. Y en un mundo donde lo importante no es lo que tienes, sino lo que pareces tener, la rueda sigue girando, impulsada por la necesidad de validación digital. ¿Quién necesita solvencia cuando se puede tener likes? Lo importante no es pagar la prenda, sino que en la foto no parezca que te ha costado. ¿Lo demás? Se verá en los extractos del banco.
Por eso, en este mundo de fachadas, hay pocas cosas tan reales como el fútbol. Y si hablamos de emociones en estado puro, hablemos de los penaltis del madridismo. Ese momento en el que el corazón se detiene y todo se reduce a la frialdad de un disparo a puerta. Porque sí, mi querido Juanma Rodríguez: Dios es madridista. También sufrimiento, euforia, catarsis. No hay filtro de Instagram que maquille ese nudo en el estómago ni pasarela que pueda igualar la tensión de una tanda decisiva. Ser madridista es vivir al borde del infarto, pero con la certeza de que el Real Madrid nunca se rinde. Y cuando gana, el mundo es un lugar mejor, al menos durante unas horas.