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Si Kafka fuera influencer

La nueva regulación de creadores de contenidos ha llegado en ese punto exacto donde la farsa y el exceso empezaban a caerse por su propio peso.

La nueva regulación de creadores de contenidos ha llegado en ese punto exacto donde la farsa y el exceso empezaban a caerse por su propio peso.
shallow focus photography of space gray iPhone 5s | Unsplash/Nicolas Thomas

Gregor Samsa despertó convertido en un insecto. Hoy despertaría convertido en influencer. Lo uno y lo otro se parecen más de lo que parece. En la novela, Gregor se reconoce y no se reconoce, intenta moverse dentro de un cuerpo que no esperaba y responde a reglas que nadie le explicó. Un día pertenece al mundo y al siguiente ya no sabe cómo funciona. La metamorfosis kafkiana no es el insecto, es el desconcierto. El cuerpo que ya no encaja. El sistema que exige más de lo que ofrece. La identidad que se deshace entre expectativas ajenas. Todo eso, hoy, es ser influencer.

La nueva regulación de creadores de contenidos ha llegado en ese punto exacto donde la farsa y el exceso empezaban a caerse por su propio peso. De repente hay que decir la verdad. Inesperadamente existe un test, un examen que parece mínimo pero que muchos han recibido como si fuera un castigo feudal. La reacción es casi literaria: una mezcla de sorpresa, irritación y miedo a perder un modo de existir que se había convertido en rutina. Algo muy parecido a lo que experimenta Gregor cuando ve que su familia lo mira con horror, no por maldad, sino porque ya no saben qué hacer con él. El influencer tampoco sabe qué hacer con la norma, aunque la norma no sea más que un espejo.

Durante años, la vida en redes ha funcionado con una lógica propia, una coreografía sin reglas claras donde lo pactado se disfrazaba de espontáneo y el contrato se diluía en una historia de veinte segundos. El dinero ha tenido esa capacidad de poetizar la realidad. Un producto cualquiera podía convertirse en "imprescindible". Un restaurante mediocre podía presentarse como descubrimiento. Un cosmético de fórmula dudosa se transformaba en epifanía. Todo fluía dentro de una niebla muy cómoda para quien vivía de ella. Hasta que la niebla se ha abierto. Y abrir la niebla siempre asusta porque revela el contorno real de las cosas.

La regulación no es una censura. Es un retorno a la lucidez. Pide nombrar lo que es publicidad y distinguirlo de lo que no lo es, igual que en televisión o en prensa. Lo extraño no es la norma, sino que hayamos vivido tanto tiempo sin ella. El que más teme esta claridad no es el creador auténtico, sino quien ha construido su identidad sobre una ambigüedad rentable. Ordenar el ruido implica desmontar ficciones y esa labor no siempre es amable.

En el ecosistema actual conviven dos tipos de influencers. Quien vive de enseñar cosas y quien vive de crearlas. La metamorfosis verdadera no es la popularidad, es la capacidad de convertirse en empresa, de generar trabajo, de asumir responsabilidades que no se pueden filtrar ni editar. Kafka habría entendido este tránsito. El paso del individuo aislado a la figura sometida a un sistema mayor, con expectativas y obligaciones que operan aunque no se entiendan del todo. La incomodidad de crecer. La tensión entre deseo y estructura.

Y luego está el test. Ese pequeño examen que ya provoca burlas, miedos y teorías. Tiene algo del absurdo kafkiano. Un trámite que nadie sabe exactamente para qué sirve, aunque todos presienten que marca un antes y un después. Como en las novelas de Kafka, lo inquietante no es la norma, sino la sensación de no comprender del todo qué implica. Sin embargo, su presencia es lógica. No se puede influir sin conocer las reglas mínimas del espacio en el que se influye. No se puede jugar a ser medio sin aceptar la mínima responsabilidad de un medio.

La regulación llega en el momento exacto. El público está cansado de la ficción infinita. Las marcas también. Las redes empiezan a pedir otra cosa. Menos maquillaje. Menos truco. Más claridad. La transparencia, que parecía un esfuerzo excesivo, se revela ahora como el único camino posible para que el sector no se convierta en una caricatura de sí mismo.

Gregor Samsa despertó convertido en insecto y tuvo que aprender a vivir dentro de su nuevo cuerpo. El influencer despierta convertido en figura pública y tiene que aprender a vivir dentro de un sistema que ya no acepta la ambigüedad como norma. Cambia la época, cambia la forma, pero la inquietud es la misma. La metamorfosis existe para todos. Y quizá, pese al desconcierto, sea una forma imperfecta de avanzar.

La verdad incomoda, pero también ordena. En un mundo saturado de filtros, tiene un brillo inesperado y, a su manera, profundamente elegante.

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