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España, el antisemitismo y el borreguismo

El borreguismo se ha transformado en norma en la España moderna. Millares de legos en temas de Medio Oriente salen a la calle, vociferando dogmas.

El borreguismo se ha transformado en norma en la España moderna. Millares de legos en temas de Medio Oriente salen a la calle, vociferando dogmas.
Manifestación antiisraelí el 4 de octubre en Madrid. | Europa Press/Ananda Manjón

No importa si hablamos de un programa de cotilleo (chismes). Puede tratarse del popular Andreu Buenafuente o el anacrónico Gran Wyoming. Todos recitan a coro que Israel está cometiendo un genocidio y, si alguno de ellos se atreve a desentonar, entonces el resto de la manada iniciará cualquier entrevista, incluso si el agraciado es el delantero centro del Barça, con una pregunta obligada: ¿Qué opina, señor Lewandowski, sobre la negativa de Isabel Díaz Ayuso a condenar el evidente, concreto e inhumano crimen de guerra israelí en Gaza que no es otra cosa que un genocidio?

El borreguismo se ha transformado en norma en la España moderna. Millares de legos en temas de Medio Oriente salen a la calle, vociferando dogmas contundentes, para luego cancelar fulminantes a quien se atreva a cuestionar "lo que todos sabemos".

Las comparaciones son inevitables: ¿Existen tantas diferencias entre las nazificadas masas alemanas, convencidas que el judío era un virus, frente a los actuales manifestantes españoles adoctrinados que el soldado israelí es la personificación del demonio sobre la tierra? Sí, existen diferencias. Como bien afirmó el Presidente Pedro Sánchez: "España, como saben, no tiene bombas nucleares, tampoco tiene portaaviones ni grandes reservas de petróleo. Nosotros solos no podemos detener la ofensiva israelí". En otras palabras, la máxima autoridad de gobierno asume que no cuentan con los medios para hacer lo que ansiosamente desean.

Hoy, en España, deslegitimar al Estado de Israel es el bon ton. Para hacerlo, se asumen como 100% verdaderas las cifras de muertos regaladas por las autoridades yihadistas de Hamás; se hacen malabarismos legales para explicar que el sitio legal a la Franja de Gaza es piratería marítima; que el pueblo judío le ha robado la tierra al "indefenso y milenario" pueblo palestino y que el terrorismo es un comprensible derecho a la defensa propia.

Una eminencia como John Spencer –jefe del Departamento de Guerra Urbana en el Instituto de Guerra Moderna del Modern War Institute–, jamás recibirá una invitación al Hormiguero para exponer que cuando Hamás usa a sus civiles como escudos humanos o cuando la guerra que se propone incluye túneles por debajo de edificios, es imposible que no se produzcan daños colaterales graves. Y, sin embargo, el mismo Spencer dirá que el ratio entre bajas civiles y las militares es sorprendentemente bajo en Gaza y que las cifras ofrecidas por Hamás son falsas.

El borreguismo español no surge solo: responde a la acción concertada de tres vectores. Primero, los medios, que 'conocen el paño'. Saben que sobre Israel opina todo el mundo y que las licencias intelectuales que se permiten en un asunto tan complejo serían inadmisibles en otros temas. La propaganda demonizadora se impulsa desde cabeceras con participación de capital extranjero —incluyendo capital qatarí como el de El País–, pasa por una TVE desbordada, continúa por cadenas militantes como laSexta y encuentra eco en medios regionales como La Vanguardia o TV3. Salvo excepciones notables —Libertad Digital, OKDiario—, demasiados editorialistas actúan como pastores que arrían a la audiencia hacia conclusiones prefabricadas.

Segundo, la judeofobia es impulsada por una inmigración musulmana que trajo consigo décadas de formación teológica en donde el judío es un dhimmi que no posee derechos nacionales. La alianza entre la extrema izquierda woke y el radicalismo islámico es acompañada por líderes con poca columna vertebral, como parte del Partido Popular, y por otros que, desde hace tiempo, han caído gustosos en los brazos de la depravación moral, como los dirigentes de Podemos o de Sumar.

La decadencia intelectual de la izquierda es tal que son incapaces de aprender de la historia. Su odio hacia la modernidad y las sociedades-estado es tal –e Israel representa el 100% de lo que aborrecen–, que están convencidos que una vez derrotados los malvados, serán capaces de dominar e instruir a los yihadistas. Están equivocados. Los últimos están más convencidos, tienen más hijos y son más violentos.

Los promotores más notables del borreguismo español son el presidente Sánchez y su Gobierno. Como otros tantos exponentes, el líder del PSOE ha utilizado la técnica de la gota de escape para distraer la atención de sus incontables casos de corrupción o del hecho que sigue gobernando sin aprobar los presupuestos con el fin de impedir la alternancia democrática.

Sin embargo, este fenómeno no se ha confeccionado por meros factores circunstanciales. Si Sánchez hubiese optado por movilizar a los borregos contra la escudería ciclista Bahrain Victorious, argumentando que en dicho país han impuesto, a la fuerza, una dictadura sunita cuando la mayoría de la población es chiita… ¿Creen ustedes que los líderes etarras hubieran asumido el reto que le proponía el presidente del gobierno? ¿Doña Charo se lanzaría a condenar a los golfos del Golfo? Permítanme dudarlo.

El borreguismo se ha impuesto en España porque existen prejuicios acumulados contra los judíos, un antisemitismo atávico del que no se asume la gravedad porque para hacerlo se debe poseer un sentido de la autocrítica desarrollado. Este antisemitismo tiene raíces profundas que se remontan a la época visigoda, cuando se comenzaron a imponer conversiones forzadas al cristianismo, marcando el inicio de una política sistemática de exclusión religiosa. Durante siglos, autores –el peor de ellos, Quevedo– y predicadores cristianos avivaron el odio hacia los judíos desde púlpitos, universidades y textos doctrinarios, generando una cultura de sospecha y rechazo.

Incluso tras la expulsión de los judíos en 1492, el antisemitismo no desapareció: por el contrario, se transformó en un antisemitismo fantasmal, dirigido contra los conversos o "cristianos nuevos", a quienes se acusaba de practicar el judaísmo en secreto. Esta obsesión se institucionalizó con la Inquisición, y perduró culturalmente hasta bien entrado el siglo XX.

Durante la dictadura de Francisco Franco, la judeofobia se enmascaró bajo el discurso de la conspiración judeo-masónica-comunista. Aunque en España casi no vivían judíos, se les acusaba de ser parte de una red global que intentaba destruir la civilización cristiana. Este discurso conspirativo, repetido por funcionarios del régimen y recogido en medios oficiales, consolidó aún más un antisemitismo sin judíos, profundamente incrustado en la narrativa nacional.

Siendo así, la crítica a Israel en ciertos sectores españoles no responde a un legítimo desacuerdo político, sino que se asemeja más a una máscara de ese viejo odio: la judeofobia recalentada y servida en plato moderno.

Israel y el pueblo judío cuentan con fieles amigos y simpatizantes en España. Suelen ser ciudadanos que defienden valores judeocristianos modernos, que aman los hechos y no las narrativas… o que están hartos de que los Bardem, Borrell e Iglesias los señalen como intelectualmente inferiores. Sin embargo, observando a lo lejos a los que se han curado de la judeofobia fantasmal, estos parecen superados y desbordados por una sociedad sumida en el borreguismo.

Gabriel Ben-Tasgal es escritor, periodista y conferenciante. Es uno de los fundadores y dirige Hatzad Hasheni, un proyecto de diplomacia pública para tender puentes entre Israel y los países de habla hispana y portuguesa.

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