
El pensamiento en lucha es el último publicado por Santiago Navajas (en la editorial La esfera de los libros). En estrecha conexión con la actualidad, este libro aborda algunas de las batallas filosóficas más intensas y decisivas de la historia, aquellas que siguen protagonizando hoy esa lucha por la "hegemonía" —tal y como la definió Gramsci—. El siglo xxi se decidirá de nuevo como un choque de ideas. Si el XX enfrentó al totalitarismo y el liberalismo, la nueva centuria será también la del conflicto renovado entre el autoritarismo y sus opositores. Las principales fuerzas ideológicas y sociológicas en Occidente, socialistas y conservadoras, siguen inmersas en una «guerra cultural» de ideas, símbolos y discursos con una enorme capacidad para condicionar nuestras vidas.
Sócrates y Platón, los jesuitas y Maquiavelo, Tocqueville y Marx, Campoamor y Beauvoir, Hayek y Lenin, Chomsky y Foucault, Kripke y Kuhn. Estos son los pensadores decisivos escogidos por Santiago Navajas para esclarecer algunas de las ideas más determinantes en nuestro tiempo: el pensamiento crítico, el poder, la democracia, el feminismo, la libertad, la naturaleza humana y la (pos)verdad.
Ofrecemos algunos extractos del capítulo dedicado al enfrentamiento entre Hayek y Lenin sobre la idea de LIBERTAD:
El siglo XX duró políticamente setenta y cinco años. Entre la Primera Guerra Mundial, 1914, y la Caída del Muro de Berlín, 1989. Enrique Santos Discépolo captó su espíritu en 1934 cuando compuso Cambalache, uno de los tangos más celebrados:
Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé,
en el quinientos seis y en el dos mil también;
que siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafaos,
contentos y amargaos, valores y dublé.
Pero que el siglo veinte es un despliegue de maldad insolente
ya no hay quien lo niegue,
vivimos revolcaos en un merengue
y en un mismo lodo todos manoseaos […]
Siglo veinte, cambalache, problemático y febril,
el que no llora no mama y el que no afana es un gil.
Cuando Santos Discépolo escribió el tango, los principales dirigentes del mundo eran Adolf Hitler en Alemania, Benito Mussolini en Italia, Iósif Stalin en la URSS y Franklin D. Roosevelt en Estados Unidos. Pronto se incorporarían al club Mao Zedong (China) y Francisco Franco (España). Salvo Roosevelt, todos eran totalitarios. Unos, en nombre de ciertas «razas» y naciones; otros, en nombre de la clase social y la utopía. Unos sostenían que su «raza» era especial y superior; los otros, que su clase era privilegiada y la única legítima. Unos años antes, en 1916, Vicente Blasco Ibáñez había pronosticado en su novela Los cuatro jinetes del Apocalipsis: «Los cuatro jinetes emprendían una carrera loca, aplastante, sobre las cabezas de la Humanidad aterrada».
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A finales del primer tercio del siglo XX se hizo patente en los círculos liberales intelectuales la necesidad de la refundación doctrinal del liberalismo. Unida a lo que se conocía como laissez faire, era la ideología económica y cultural que defendía la idea de que cuanto menos se hiciera desde el Estado, mucho mejor. Los liberales habían visto cómo tres grandes crisis habían estado a punto de provocar el naufragio de los sistemas liberales.
Tres icebergs históricos sucesivos estaban haciendo zozobrar el trasatlántico capitalista, en su momento tan aparentemente insumergible como el Titanic. En primer lugar, la Revolución de octubre en Rusia, que supuso un golpe de Estado comunista, siguiendo el plan marxista de su líder, Lenin, contra el incipiente régimen liberal que había terminado con la época de los zares en febrero de 1917. En segundo lugar, la hiperinflación de 1923 en Alemania, que sería uno de los factores determinantes en el descarrilamiento de la liberal República de Weimar, y el triunfo electoral de los nacionalsocialistas de Hitler. Por último, como puntilla de lo que parecía una pauta a punto de convertirse en ley de la historia, el crac de la Bolsa de Nueva York en 1929, una amenaza mortal en el corazón del país capitalista por excelencia, Estados Unidos.
Ante el desplazamiento de Rusia y Alemania hacia dos modelos diferentes, pero emparentados, de planificación estatalista, propiedad colectivizada e intervencionismo creciente, y Estados Unidos sumido en una crisis económica y de identidad política y filosófica, ¿qué futuro podía tener el liberalismo, hasta entonces la ideología de los libres mercados, la propiedad privada y el minimalismo de la acción estatal? Un liberal que se mostraba muy pesimista sobre el futuro del liberalismo era Joseph A. Schumpeter que preveía, como Marx, que el capitalismo tenía en su interior las semillas de su propia destrucción. Aunque por motivos distintos a los del pensador comunista, ya que en el caso del pensador liberal austríaco la razón de la destrucción no obedecía a un fracaso por contradicciones subyacentes a la lógica de la economía de mercado, sino a su propio éxito: la organización empresarial —la burocracia privada— terminaría por eliminar al empresario innovador, la figura clave del progreso económico capitalista.
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Los comunistas y los nazis tenían vidas paralelas. Ambos eran hijos extremistas de la revolución filosófica moderna. Los comunistas provenían del ala izquierdista de Hegel, que habían invertido el sistema idealista del filósofo alemán para convertirlo en un arma materialista. Con Marx, la izquierda hegeliana no solo había devenido materialista, sino también economicista y revolucionaria. Los fascistas, por otra parte, provenían de otro filósofo alemán, Fichte, que había consagrado el nacionalismo como la fuerza vivificadora de un pueblo, y de Nietzsche, un filósofo romántico que rechazaba el racionalismo y proponía una visión mística según la cual había que reemplazar el mundo «filisteo» del interés por una comunidad basada en la voluntad de poder. En cualquier caso, comunistas y fascistas, Marx y Nietzsche, abogan por la destrucción de la civilización liberal, de las democracias constitucionales y del sistema económico de mercado. Ambas santificaban la violencia como legítimo medio de lucha política, lo que llegaría a ser el gran pecado original de estas ideologías criminales. Pero lo que más tenían en común era una concepción jerárquica, vertical y autoritaria del poder, frente a la visión horizontal, adhocrática y espontánea en su ejercicio.
Con el paso del tiempo, estos pensadores que vivían en las nubes de la abstracción más irresponsable fueron convertidos en ídolos de las respectivas dictaduras comunistas y nazis. A veces junto a Engels, en otras con Stalin, a veces con Mao, en ocasiones con el Che Guevara, Lenin y Marx eran ubicuos en todo el merchandising comunista. En una de las más célebres imágenes de Hitler, este mira al busto de Nietzsche como si estuviera recibiendo inspiración. Tanto Marx como Nietzsche hubiesen visto horrorizados como los marxistas y los nietzscheanos hacían uso de sus doctrinas para crear y justificar sistemas totalitarios, criminales y sádicos. Pero también es cierto que tampoco hicieron nada para atemperar y matizar sus respectivos llamamientos a la violencia y la guerra. Cuando dichas doctrinas románticas cayeron en manos de Lenin y Stalin, de Hitler y Heidegger, la violencia se multiplicó hasta extremos genocidas, una vez que la filosofía se alió con la tecnología para masacrar el humanismo que despreciaba, la democracia que atacaba y la secuencia de libertad, igualdad y fraternidad que parasitaba para destruir, como el plasmodio a los seres humanos a través de la picadura de los mosquitos.
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Entre el pasado dominado por el laissez faire y un presente cuyo horizonte parecía ser el intervencionismo estatal, ¿cabía elaborar una tercera vía o un camino intermedio que mantuviese la esencia liberal aunque suficientemente reformada para afrontar los nuevos desafíos? Como hemos visto, Schumpeter era pesimista y pensaba que el socialismo estaba destinado a ser en el siglo XX el heredero del liberalismo decimonónico. Sin embargo, otros liberales no se rindieron conceptualmente y postularon cambios en la orientación paradigmática del liberalismo. Los más relevantes fueron John Maynard Keynes, Walter Eucken y Friedrich Hayek.
Frente al planteamiento liberal del laissez faire, que implicaba un Estado mínimo, las alternativas neoliberales van a plantearse cómo organizar un Estado fuerte pero no paternalista ni intervencionista, sino regulador.
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Entre 1940 y 1942 dos hombres armados con palas y escobas montaron guardias nocturnas en el tejado gótico de la capilla del King’s College de Cambridge. Su misión era avistar los bombarderos nazis y tratar de reducir al mínimo los daños provocados por posibles incendios.
Eran adversarios intelectuales, pero se respetaban y llegaron a ser buenos amigos. John Maynard Keynes era el rey de la economía y una celebridad mundial. Había invitado a Friedrich Hayek, profesor de la London School of Economics y un desconocido para el gran público, al King’s College, del que era director, cerca de su propia habitación. Hayek, austríaco como Hitler, se sentía en Inglaterra como en su propia casa. Cambridge era lo más parecido a la culta y académica Viena donde había nacido y se había educado, ahora bajo el poder de su tenebroso compatriota que se había convertido en Führer. Dos austríacos enfrentados desde Cambridge y Berlín por sus cosmovisiones, completamente diferentes.
Había llegado a Londres precisamente para combatir las ideas de Keynes, liberal como él, pero con una aproximación más activa respecto al papel que debían desempeñar las instituciones estatales en la economía y la sociedad. Por Cambridge andaba también el primo de Hayek, el genio de la filosofía Ludwig Wittgenstein, pero esa es otra historia. Keynes y Hayek, dos liberales con opiniones encontradas acerca de la acción del Keynes y Hayek, dos liberales con opiniones encontradas acerca de la acción del Estado sobre los mercados, no hablaban, mientras espiaban los cielos y sujetaban las escobas, de economía, sino de historia. Keynes no era el típico economista especializado, sino un hombre del Renacimiento, un talento para las matemáticas y un filósofo en ciernes que había revolucionado la economía académica ignorando olímpicamente el conocimiento establecido y el statu quo profesional. En aquellas charlas sobre la capilla del King’s, seguramente charlaban sobre la Inglaterra isabelina, que a Keynes le apasionaba.
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En "Socialist Calculation: The Competitive Solution" (1940) y, sobre todo, "The Use o Knowledge in Society" (1945), Hayek puso el dedo en la llaga de las disputas económicas al subrayar que el problema fundamental era epistemológico: el manejo de la información: "Si disponemos de la información relevante, si podemos partir de un sistema dado de preferencias y si tenemos un conocimiento absoluto de los medios disponibles, el problema resultante solo tiene que ver con la lógica".
La clave es que el proceso de ensayo y error para recabar dicha información es demasiado lento en manos de un comité planificador en comparación a cómo funcionan los empresarios. Por otra parte, ni el más complejo de los ordenadores podría resolver la tarea, porque los datos nunca vienen dados, sino que van fluctuando y creándose a medida que los individuos cambian sus preferencias. La creatividad inherente a los seres humanos, su potencial de proyectar ideas y deseos en el futuro y su determinación de elegir las vías más eficientes en el presente para llevarlos a cabo son lo que les da preeminencia a los actores del mercado, empresarios y consumidores sobre los burócratas y tecnócratas, por muy imbuidos que estén de habilidades técnicas, sentimientos de solidaridad y preocupación por el bien común.
Hemos llegado al núcleo del desencuentro entre liberales y socialistas. Si para Lange hay que contemplar la sociedad como un problema de ingeniería, para Hayek estamos ante un problema de jardinería. Para Lange, como para Lenin, el burócrata debe actuar como si fuese un ingeniero social, un gestor que conoce unas funciones de producción y mecánicamente aplica unas fórmulas que son iguales en todos los sitios. Salvo por cuestiones estéticas, un puente se construye igual en todas partes porque se siguen las mismas leyes y se aplican las mismas matemáticas. Para Hayek, por el contrario, la información disponible es tan ambigua y desconocida en sus detalles que el estadista tiene que crear el marco de actuación para que los actores de los intercambios sociales tengan el máximo de libertad posible dentro de las condiciones más generales que potencian sus capacidades, al estilo del jardinero que crea las condiciones de posibilidad de crecimiento de las plantas, pero dejándolas crecer siguiendo sus pautas de desarrollo.2 La cuestión hamletiana ante la que se encontraban los economistas y los estadistas no era planificar o no planificar, sino planificar de manera centralizada o «planificar» de modo descentralizado.
