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Jacinto Benavente, el Nobel al ingenio de la obra efímera

En vida, fue más reconocido que sus contemporáneos. Hoy, su nombre es eclipsado por las figuras de la Generación del 98

A la izquierda, don Jacinto Benavente | Wikimedia Commons

A Jacinto Benavente (1866-1954) le tocó compartir la gloria con algunos de los "monstruos" de la literatura de habla hispana. Miguel de Unamuno, Pío Baroja, Antonio Machado, Azorín, Ramón María del Valle-Inclán, Rubén Darío, Ramiro de Maeztu… Sin embargo, y no sin cierta ironía, en la actualidad su nombre es mucho menos reconocible que el de la mayoría de sus contemporáneos ilustres, sobre todo para el público joven, a pesar de que en vida fue toda una leyenda. Durante las dos primeras décadas del siglo XX se hablaba de él como el principal renovador del teatro español —que además representaba sus obras con gran éxito— y, para más inri, fue el único de aquella generación que recibió el premio Nobel de Literatura. En 1922.

Durante aquellos primeros años de trayectoria para todos, los convulsos noventa, se fueron instaurando las jerarquías. Era la época de la bohemia; de las noches de luces y de letras por las adoquinadas calles de la capital; de los cafés y los tranvías; del desastre del 98; de la espesa barba de Valle y de la tahona de Baroja. De los atentados anarquistas. De la nostalgia literaria. Él, hijo de un famoso pediatra, había abandonado la carrera en el momento de la muerte de su padre y se había dedicado a viajar, gracias a la herencia. Dicen que trabajó en un circo, donde descubrió su pasión por los escenarios, y que se afanó por conocer de primera mano las nuevas corrientes artísticas que campaban por Europa. A su regreso, le esperaba el Madrid luciente.

En 1892 se estrenó como escritor y en 1994 representó su primera obra. Entonces frecuentaba tertulias como la del Café de Madrid, en la Carrera de San Jerónimo, o el emblemático Café de la Montaña, y tuvo tiempo para cofundar el Teatro Artístico, que pretendía regenerar el panorama escénico del país en todos los ámbitos. Aunque el éxito no le había terminado de llegar, ni a él ni a ninguno de sus colegas, saltaba a la vista que algo se estaba fraguando. Ya podían respirarse nuevos aires de innovación. Las primeras obras de todos ellos ya habían visto la luz. Muchos firmaban en revistas y diarios. Sus voces comenzaban a ser escuchadas y sus rostros, todavía jóvenes, coincidían todas las semanas en los céntricos lugares de la ciudad. En la Puerta del Sol, por ejemplo, Benavente presenció el bastonazo que el periodista Manuel Bueno le asestó a Valle-Inclán, durante una acalorada discusión. Varios días más tarde, acompañó también a su amigo en el momento en el que le amputaron el brazo con el que había detenido el golpe y, según se dice, fue él el que, con intención de levantar los ánimos del manco, exclamó: "¡Ca, Ramón. Ese brazo no te dolerá ya más!".

Precisamente con el creador del esperpento cosechó una relación ambigua, en la que los dos se dedicaron insultos y alabanzas a partes iguales. Tuvo la oportunidad de conocerle bien, y de admirar su talento antes incluso de que publicase sus aclamadas Sonatas, cuando era todavía un proyecto de escritor, más fanfarrón que renombrado. A él, por su parte, el éxito le llegó antes y más de golpe. Concretamente a partir de 1903, con La noche del sábado. Aunque tuvo que esperar algunos años más, hasta 1907, para que su obra más universal, Los intereses creados, le pagase el billete a la cima e hiciese que le sacaran a hombros del Teatro Lara.

Su trabajo fue una renovación de la escuela de Echegaray —el primer Nobel español—. Bebía del siglo de Oro pero incorporaba muchas de las tendencias que venían apareciendo en otras partes de Europa. Primaba el ingenio ante todo. Su lenguaje no estaba tan trabajado como el de algunos de sus colegas, aunque rezumaba una cultura muy superior a la media, y sus temas, con el tiempo, han sido catalogados como superficiales. Definitivamente no tenía la profundidad de Unamuno, ni el estilo de Darío. Su teatro era ligero y fresco, algo que le ayudó a convertirse en el icono del teatro burgués. Y eso, para él, era más que suficiente.

Pero aunque la crítica del momento ya incidió en esa circunstancia, y le colocó siempre algún peldaño por debajo de varios de sus contemporáneos, el público le ensalzó. Fue un autor muy prolífico —escribió más de 170 obras—, que además representó casi todo lo que produjo y por ello, además de por su exquisita cultura, fue nombrado en 1912 miembro de la Real Academia Española. Diez años después, pese a seguir siendo considerado un autor más comercial que universal, recibió el premio Nobel de Literatura, debido a la renovación y recuperación que había realizado de la tradición del teatro español.

Fuera de los escenarios, su vida estuvo marcada por los volantazos ideológicos, algo que muchos achacaron a un cierto oportunismo. Ferviente germanófilo durante la Primera Guerra Mundial, se declaró admirador de Antonio Maura en varias ocasiones. Fue denostado por los intelectuales cuando apoyó la dictadura de Primo de Rivera, pero una vez ésta cayó, sorprendió a todos al cofundar la Asociación de Amigos de la Unión Soviética, en 1933. La Guerra Civil estalló con él en zona republicana, donde protagonizó vehementes discursos en favor del Frente Popular que luego, durante el franquismo, le pasarían factura. Su constante arrepentimiento de esa etapa y la perseverancia con la que siempre aseguró que le habían obligado a decir aquellas cosas hicieron que, con el tiempo, la nueva dictadura le perdonase, y le convirtiese en su figura literaria oficial. Murió en 1954, cubierto de gloria y tratado como un mito viviente. Ahora, más de sesenta años después, su obra casi no le sobrevive, aunque los reconocimientos que logró en vida le han asegurado un hueco, por lo menos, dentro de los libros de historia.

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