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Cristina Losada

Bertolucci y la nostalgia del comunismo

El paso del tiempo no ha perdonado a Bertolucci y hoy, para identificarle en las noticias, se le asociaba con 'El último tango en París'.

El paso del tiempo no ha perdonado a Bertolucci y hoy, para identificarle en las noticias, se le asociaba con 'El último tango en París'.
Bernardo Bertolucci y Marlon Brando. | Cordon Press

Al saber de la muerte de Bertolucci, pensé: a ver qué dice L’Unitá. No me acordé de que el periódico del Pichí, que es como siempre se le llamó aquí al PCI, el Partido Comunista Italiano, ha desaparecido. Igual que ha desaparecido el PCI. Aunque es de justicia señalar que el periódico duró insólitamente más que el Partido. No hacía falta, sin embargo, acudir a L’Unità. Los obituarios del cineasta rezumaban la nostalgia por el comunismo que correspondía al caso. No sólo proclamaban, empleo adrede ese verbo, que Bertolucci fue militante comunista. O que estuvo al lado de la clase trabajadora. Cosas que de por sí resultan contradictorias. Es que vibraban de melancolía por el sueño truncado, por la utopía que no pudo ser, por el ideal que no se dejó realizar o que no dejaron –ya se sabe quiénes– realizarse.

No es capricho sólo de los obituarios y de sus autores, que algo tienen que decir. El propio cine de Bertolucci suscita esa nostalgia porque procede de ella y vive de ella. Por lo menos, antes del tango y de Hollywood. Hablamos de una época en la que, como dice Furet con elegancia, la idea comunista "inicia su descenso en el horizonte de la historia". Y afronta ese descenso confeccionándose un atuendo que le permita revivir, aunque sin apartarse de su fidelidad a sus orígenes. El atuendo puramente italiano del eurocomunismo, por ejemplo. Que fue, como observa Furet, un efímero intento de componer una modalidad dulce del comunismo soviético: "Dulce, pacífico… para decirlo de una vez: occidental y, sin embargo, perteneciente a la misma familia, heredera, ella también, del linaje de Octubre".

El campo de la fidelidad a los orígenes es el que trabajó Bertolucci con talento. No el pragmático (por necesidad) del eurocomunismo, con su aceptación del pluralismo democrático, sino el relato mítico y mitológico del comunismo. Es por eso que a su muerte se le recuerda como artista comprometido y todo lo que eso implica: todo bueno, según el canon convencional. Es por eso que en los obituarios del director se cuela la nostalgia por el mundo de antes de la caída del Muro y del mito, por un mundo en vivos colores revolucionarios donde todos los tópicos de la lucha de clases encuentran confirmación emotiva.

Es curioso, cuando uno hace memoria de aquel Novecento, que se considere un "fresco histórico", tal y como si aquella ficción, con sus patronos y fascistas de un lado y campesinos y trabajadores de otro, ambos de manual de propaganda, fuera fiel reflejo de la realidad. Sobre todo, porque Bertolucci sabía, por italiano, que los fascistas salieron del pueblo tanto como los comunistas. Salieron, para ser precisos, de un prometedor militante socialista que llegó a dirigir el órgano del partido, Avanti. Pero del fascismo se sabe cada vez menos. Se sabe menos cuanto más fascistas se ven. Así, el saber convencional asocia hoy fascismo a reaccionario, retrógrado y conservador, cuando el fascismo fue en su época, que es en la única que fue relevante, moderno y revolucionario.

El paso del tiempo no ha perdonado a Bertolucci y hoy, para identificarle en las noticias, se le asociaba con El último tango en París. Una película que nada tiene que ver con el compromiso político que resaltaban los mismos obituarios ni con sus ficciones histórico-políticas al servicio del compromiso (histórico). Pero es la película del escándalo. La prohibida. No sólo en España, donde para verla –para ver sus escenas de sexo– se iba a Perpiñán o a Portugal, sino también en Italia. Qué le vamos a hacer: un buen escándalo vale más que cien películas comprometidas. Más aún si el escándalo recobra una inopinada actualidad: cuando ya había pasado la censura por pudor, llegaron las garras censoras de la especie Me Too. Alegaron que la escena que hizo célebre a la película era una violación: una violación real.

Hace un par de años, Bertolucci quiso, "por última vez, aclarar la ridícula equivocación que sigue suscitando El último tango en París en diarios de todo el mundo". Escribió entre otras cosas:

Consuela y a la vez aflige que haya gente aún tan naif que cree que lo que ve en el cine ocurre en la realidad. No saben que en el cine el sexo es (casi) siempre una ficción y probablemente creen que cada vez que John Wayne dispara a su enemigo, cae muerto de verdad.

Si el avance de los literalistas –los que sólo captan el significado literal de las palabras de un texto– puede acabar con la literatura, el de sus émulos audiovisuales promete acabar con el cine. Pero hay que aplicar la distinción también a las películas políticas de Bertolucci: son ficción, no realidad. Por más que les pese a los vagamente nostálgicos. La mitología más resistente a reconocerse como tal sigue siendo la mitología política. De la izquierda.

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