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Amando de Miguel

Psicología de las catástrofes

Las catástrofes son sucesos fortuitos y repentinos que ocasionan graves sufrimientos y desgracias a la población.

Las catástrofes son sucesos fortuitos y repentinos que ocasionan graves sufrimientos y desgracias a la población.
El volcán de Cumbre Vieja ha llevado la desgracia a numerosos hogares de La Palma. | EFE

Las catástrofes son sucesos fortuitos y repentinos, aunque duraderos por sus consecuencias, que ocasionan graves sufrimientos y desgracias a la población, de forma indiscriminada. Pueden ser desastres naturales (la erupción del volcán de La Palma), conflictos extremos (la guerra civil de 1936) o enfermedades infecciosas masivas (la pandemia del virus chino). Los casos citados son muy distintos y con daños muy variados. Sin embargo, en todos ellos se generan unas parecidas reacciones psicológicas en la población. Constituyen una forma defensiva de tratar de resolver la fatalidad de lo irresoluble.

El carácter repentino o fortuito de las catástrofes lleva a una primera reacción defensiva. Es la común creencia de que esto "no va a durar más de unos días". Hay muchos testimonios de la guerra civil de 1936 sobre tal argumento en los dos bandos. Pasó algo parecido en los otros ejemplos citados. Precisamente, la catástrofe objetiva es que perdura mucho más tiempo del supuesto; al menos, por lo que respecta a las consecuencias no previstas.

Al ver que el desastre se alarga sine die, su incidencia se convierte en el gran tema de conversación de los afectados. Es más, todas las catástrofes asisten al hecho de que continúe viva la evocación para muchas personas que las han padecido. Preciso es reconocerlo: las desgracias colectivas unen mucho, especialmente en el recuerdo, en la celebración de los supervivientes.

Otra reacción inicial es la que expresan muchas eventuales víctimas: "A mí no me va a tocar". Ahí están los opuestos a la vacuna en la pandemia, los apolíticos en la guerra civil, los que ven cómo son arrolladas algunas casas por la lava del volcán. No obstante, los efectos de las catástrofes son más generales de lo que, en principio, se puede pensar.

El daño previsible es de tal magnitud (aunque no haya víctimas mortales) que una respuesta refleja consiste en buscar culpables. Como es lógico, el carácter fortuito de las catástrofes hace difícil personalizar quién es el responsable de las desgracias colectivas. El Gobierno se apresura a rechazar la acusación latente de que ha tenido algo que ver con la génesis de la catástrofe. Por lo menos, se puede sentir acusado de no haber monitorizado bien la lucha contra el mal. No es algo que tranquilice mucho a los afectados. La misteriosa noción de azar es una magnífica idea para conseguir la aceptación de los arbitrarios resultados en la lotería o en los desastres.

En la antigüedad era corriente individualizar la culpa de las catástrofes: intervenía la venganza de los dioses por los pecados de la plebe. Un argumento tan fantasioso tranquilizaba un tanto a la población dañada. Es una lástima que hoy no contemos con algún mecanismo proyectivo de la misma guisa.

Es común la presentación de soluciones extremas, tajantes, para contener los males catastróficos. En la actual pandemia del virus chino, destaca el movimiento antivacuna de una parte de la población, la resistente a los argumentos científicos. Lo más notorio es que el efecto más positivo de la vacuna (como el de la mascarilla o la distancia física en la interacción) sea su carácter placebo. Es decir, funciona, más que nada, por la consecuencia psicológica de aceptar distintas formas de confinamiento, que previenen de la extensión de los contagios. Su función real es la de conferir seguridad a la población. No es la menor la creencia de que las vacunas, con la inmunidad de rebaño, constituyen una especie de panacea. Al menos proporciona cierta tranquilidad. Cuesta aceptar el hecho de que la ciencia no sabe cómo acabar con el maldito virus.

Un último y sutil mecanismo de defensa es la aparición de una suerte de insensibilidad ante el posible daño colectivo. Se considera que es algo inevitablemente fatalista; viene a ser como una especie de lotería al revés.

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