
Se ha hecho corriente la expresión "feliz fin de semana" como deseo cortés o fórmula de despedida. Aunque todavía no hemos llegado al equivalente de los estadounidenses, quienes pueden finalizar cualquier gestión mañanera con un meloso happy afternoon. De esa forma tan precisa, se indica que el vaporoso estado de felicidad se puede compartimentar en minúsculas dosis temporales. La happiness anglicana se asocia, sobre todo, con la buena suerte, en definitiva, con algo aleatorio o mal distribuido.
En España, con ocasión de ciertas fiestas o celebraciones, los próximos no se desean felicidad sino felicidades, un generoso plural. Es el mismo recurso por el que en castellano el saludo convencional no es "buen día", como en otras lenguas cercanas (por ejemplo, en catalán), sino "buenos días" (tardes o noches).
Estamos ante un sentimiento o un estado anímico bifronte o ambiguo. De forma continua, se desea felicidad porque nunca se puede conseguir la cantidad deseada. Escribe Diego de Saavedra Fajardo este apotegma un tanto descorazonador: "Feliz fuera el hombre si, como está en su mano el acordarse, estuviera, también, el olvidarse". El pesimismo barroco de tal pensamiento se puede compartir, hoy, sin mayores incertidumbres. Acaso, "el hombre feliz no tenía camisa" no lo era por pobre, sino por olvidadizo. Era su defensa. Un exceso de memoria suele traer desgracias. Perdonar las ofensas del otro es tanto como olvidarlas. Lástima que también se nos olviden los buenos ratos, los favores recibidos.
La felicidad es una especie de balance o cuenta de resultados entre las satisfacciones de la vida y los consiguientes costes que hay que pagar para obtenerla. Todo depende de cómo apreciemos los dos miembros de la ecuación. Una buena táctica será la de moderar las aspiraciones. No es fácil. La sociedad actual nos fuerza a desear un punto más de lo que posee el vecino o el colega. Es algo que, inevitablemente, conduce a desengaños sin cuentas, al participar tantos en el juego. En efecto, la cosa se parece más a un juego de azar o de envite, en los que si uno gana, otro pierde. Es lo que se llama juego de suma cero, una expresión de los estadísticos.
La persecución de la felicidad es un empeño humano de todas las épocas y generaciones. Lo nuevo es la circunstancia general de que la felicidad se manifiesta a través del enriquecimiento. La virtualidad de la mejora económica se debe a que es un indicador que puede ser percibido, fácilmente, por los demás cercanos. De ese modo, la felicidad de uno es la que se reconoce dentro del círculo íntimo del sujeto. Otra cosa es que pueda dar lugar a envidias y resentimientos, pero esa es otra historia. Por eso, otra vez, la reflexión desengañada de que "el hombre feliz no tenía camisa". No es una creencia de estos tiempos. El estoicismo no es lo nuestro.
Un rasgo común a la felicidad y al dinero es que opera, más bien, como deseos o aspiraciones para casi todo el mundo. Uno no es, propiamente, feliz o rico; lo normal es que se pretenda ser más feliz de lo usual o tener más propiedades que el resto de los conocidos. Bien es verdad que se puede apreciar una sutil diferencia: con la felicidad se aplica el verbo ser; con la escala del dinero funciona el tener o el hacer. La distinción es paralela a la que se encuentra entre lo definitivo o estable y lo circunstancial o pasajero. En cuyo caso, el dinero puede funcionar como sustituto de la inalcanzable felicidad. Aunque, como señala la filosofía de andar por casa, "los ricos también lloran". Es un consuelo.
Dado que la felicidad y el dinero son bienes siempre escasos y de apetencia universal, no extrañará que se establezca una competencia feroz para incrementarlos. Mírese en el fondo de los conflictos políticos, sociales o interpersonales. Se verá que, en muchos de ellos, destacan los anhelos de felicidad y la ambición del dinero. Son los dos fundamentos bajo tierra sobre los que se erige el progreso de las sociedades actuales.
