
Es curioso el fenómeno correlativo del envejecimiento. Pasada la edad que mide la expectativa de vida media, uno empieza a perder la memoria de sucesos cercanos en el tiempo; lo cual puede llegar a ser angustioso. Ese vacío lo ocupa una especie de reanimación de las situaciones de la niñez o la adolescencia. Se daban por perdidas o, al menos, difuminadas en el recuerdo. Ahora, se hacen patentes en la imaginación y explican otras muchas vicisitudes de la vida. Aduciré una experiencia personal de esa novedad de la memoria lejana, la que, extrañamente, se reaviva con el tiempo.
En unas vacaciones de mi adolescencia, volví a mi pueblo de nación a pasar unos días en la casa de mi abuelo Amando. Allí, se me hizo patente un grave problema familiar. Mi abuela Gumersinda había tenido un hijo, Gonzalo, de un matrimonio anterior, que convivía con sus hermanastros. La situación se hizo muy conflictiva, más que nada, porque mi tío Gonzalo no andaba bien de la cabeza y no servía para trabajar en el campo, que era la única opción. El resultado es que mi tío fue expulsado del hogar, pasó a vivir como un troglodita en los alrededores de los campos que cultivaban mis abuelos. A partir de ese momento de ostracismo del hogar, simplemente, se volatilizó, dejó de existir para el resto de la familia. Nadie levantó un dedo para ayudar a Gonzalo. Mi abuela Gumersinda me contó algunos detalles de esa tragedia con una curiosa alusión. Toda su esperanza se cifraba en que, en el valle de Josafat, un ángel leería el libro de la vida de los humanos. De ese modo, todos sabríamos todo sobre nuestros semejantes, incluido el destino de Gonzalo, un pobre de espíritu. Era una piadosa interpretación del final de los tiempos que a mí me impresionó para siempre; ahora la revivo con mis frecuentes alteraciones de la memoria. Sobre todo, me dejó alelado la despedida de mi abuela entre lágrimas: "Adiós, Amandín. A los 14 años, ya, eres un hombre. Si vivieras, aquí, tendrías que haber cogido, ya, la mancera del arado, como han hecho tu padre y todos tus tíos. Debes saber lo que ha padecido tu abuelica, al pensar que el pobre Gonzalo tiene que vivir como una alimaña en las peñas del Cabozo Oscuro. No te volveré a ver hasta que nos juntemos en el valle de Josafat".
Muchos años después, estando yo en Barcelona, me topé con un buen amigo, Juan Francisco (Pancho) Marsal, quien me influyó sobremanera en mi orientación sociológica. Él me hizo saber la oculta historia de los "evaporados", analizada en sus "historias de vida" de carácter antropológico. En muchas familias, surgía un pariente que, simplemente, se "evaporaba", se escondía de la convivencia con el resto de la parentela. Sobre todo, los más jóvenes, ignoraban su existencia. Su imagen había desaparecido, incluso, de las fotos familiares. Nunca se mencionaba su nombre en las reuniones hogareñas. Comenté con Pancho la historia de mi tío Gonzalo, que encajaba, perfectamente, en la extraña categoría de los "evaporados". Lo que no pude sospechar es que, años más tarde, yo mismo iba a ser un "evaporado" para algunos parientes cercanos (y puede que para algunos colegas). Se trata de una situación agobiante, por injusta.
Nuestra prosaica vida ha consistido, también, en ir tapando, con los pertinentes olvidos deliberados, la suma de errores, infidelidades, desprecios, venganzas, que todos hemos cometido. Cabe la esperanza y el consuelo del "juicio final" en el valle de Josafat, donde todo se aclarará y se distribuirán las culpas de modo definitivo. Será, también, una fiesta universal para celebrar el merecido triunfo del conocimiento. No otra cosa es la verdad. Yo, solo, quiero averiguar por qué mi tío Gonzalo y yo mismo fuimos "evaporados", cada uno a su modo.
Desengañémonos. En las vidas particulares de la sociedad humana, se hace todo lo posible por opacar los verdaderos sentimientos y prejuicios de sus miembros. La transparencia no es, precisamente, lo característico del comportamiento del Homo sapiens. Ni siquiera, se consigue dentro del círculo de los parientes. Los escritores creen estar en el secreto, pero, siguen sin saber de la misa la media por lo que respecta a las mentes de sus semejantes. Al final, el conocimiento sobre el hombre es, solo, una sombra que aletea sobre la pared del fondo de la cueva donde nos toca vivir. Sí, claro, es el mito de Platón.
Ahora, se comprenderá la necesidad general de que, al final de los tiempos, nos reunamos todos en el valle de Josafat, en los aledaños de Jerusalén. Allí, con todo el tiempo por delante, el ángel nos irá leyendo la cartilla. Por fin, se aclarará el asunto de los "evaporados" y otros misterios semejantes, que más parecen un trasunto de las historias de Agatha Christie.
Amando de Miguel es catedrático emérito de Sociología de la Universidad Complutense. Realizó estudios de postgrado en la Universidad de Columbia y ha sido profesor visitante en las de Yale y Florida y en el Colegio de México. Ha profesado, además, en las universidades de Valencia y Barcelona. En 2008 fue profesor visitante en la Universidad de Texas (San Antonio).
Ha publicado más de un centenar de libros y miles de artículos.
