
Ha muerto Dana, la perrita que miraba a Raúl del Pozo como si fuera Einstein. Rondaba el animal los diez años y fue un cáncer, malatía que no entiende de especismos, quien la embarcó en el ferry funerario de Caronte. El rey de los periodistas me contó la mala nueva este Viernes Santo, compungido, con la cara de niño –en este caso, triste– que se le pone cuando empieza a hablar de las cosas que ya inquietaban al Homo sapiens en tiempos de Homero.
Dana era una cotón de Tuléar. Estos perros, originarios de Madagascar, se encargaban de proteger los rebaños porque, si bien no presumían de vigorexia, la agudeza de sus ladridos espantaba a los intrusos. También se dice que los negreros los metían en sus barcos para que se comieran las ratas. Sea como fuere, por su belleza, los franceses los importaron al Viejo Mundo cuando, a principios del siglo XIX, establecieron algunas bases comerciales en la ínsula de los lémures.
En puridad, Dana pertenecía a José Luis y Beatriz, vecinos de Raúl. Sucedió que la mujer de este, Natalia Ferraccioli, se enamoró del animal en cuanto lo vio de cachorro. "Y los vecinos", me decía el de Cuenca, "como son tan buenos, hicieron una gatera para que pasara de su casa a la nuestra y, desde entonces, está por aquí". Las últimas palabras de la italiana, en Gloria esté, fueron: "¿Has dado de comer a la perrita?".
Raúl sentenciaba, en plan judicial, que Dana tenía pensamiento abstracto y una inteligencia prodigiosa. Era claustrofóbica, como Matthew McConaughey. En cierta ocasión, la perrita enfermó y el periodista la encerró en una habitación durante un par de días. Cuando la liberó de la microcuarentena, la perrita le retiró la palabra durante un tiempo y le ignoró con amargura. El enfado telenovelesco, por fortuna para ambos, fue efímero.
También yo amé a Dana, aunque no fueron pocas las veces que deseé retorcerle el cuello. El bicho no paraba de ladrarme cuando iba a entrevistar a Raúl para escribir No le des más whisky a la perrita. Con el tiempo, me cogió cariño y nos hicimos muy, muy amigos. Y el tuso se excedió en su efusividad: una vez, se montó en mi pierna y empezó a, perdonen el chiste fácil, perrear de una forma salvaje. Raúl lo vio desde su ventana y dijo algo así como: "¡Has pervertido a mi perrita! ¡Antes era pura!". Como pimplábamos Lagavullin 16, cortesía de Julio Valdeón, volviendo a casa, mientras escuchaba "No me vuelvas la espalda por eso" de Calamaro, se me ocurrió el título antes referido. Hay quien cree que le di whisky a la perrita de verdad. ¿Acaso puede ser más hermosa una noticia falsa?
Quizá, el mejor epitafio de la historia de la literatura es el que Lord Byron le dedicó a su perro Boatswain: "Cerca de este lugar / reposan los restos de un ser / que poseyó la belleza sin la vanidad, / la fuerza sin la insolencia, / el valor sin la ferocidad". El amigo Chapu Apaolaza escribió que los canes "se tienen que morir porque no están hechos para perdernos". Como no estoy a la altura literaria de ambos, me limito a citarles y a desearle a Dana una buena vida ultraterrena: si Dios perdona a los hijos de puta en el caso de que estos se arrepientan, ¿por qué san Pedro no les va a abrir las puertas del Cielo a estos angelicales seres?
Va mi abrazo, maestro.
