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Tomás Calvo, en homenaje a un maestro ejemplar

Había en él el espíritu griego necesario –una combinación de jovialidad y seriedad, de cercanía y distancia, de ligereza y profundidad– para no solo enseñar conocimiento con su palabra, sino transmitirlo con su acción.

Había en él el espíritu griego necesario –una combinación de jovialidad y seriedad, de cercanía y distancia, de ligereza y profundidad– para no solo enseñar conocimiento con su palabra, sino transmitirlo con su acción.
Alejandro y Aristóteles | Cordon Press

¿Qué libro ha cambiado tu vida? En mi caso fue El anticristo de Nietzsche. Había tenido un accidente con la bicicleta durante las vacaciones, tenía quince años y alejado de las olas y las piscinas deambulaba por pueblerinas ferias del libro de ediciones baratas en papel malo. Entre novelas de Agatha Christie y periódicos deportivos, la portada de aquel libro me llamó la atención. Leí un par de aforismos (entonces no sabía que se llamaban así las reflexiones como relámpagos) y me estalló la cabeza.

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Tomas Calvo

Fue un segundo libro el que me restañó los boquetes nietzscheanos y me ayudó a amueblar la cabeza. Antes de ejercitar el pensamiento crítico hay que enseñar el pensamiento con fundamento. Cursando COU, rama de ciencias puras, había una asignatura extraña, a medio camino entre la Física y la Literatura. Historia de la Filosofía consistía en especulaciones sin freno sobre la metafísica, la ética, la política… Los autores del libro de texto dedicado a la asignatura –denso, austero y que combinaba tan bien la claridad con el rigor– eran Tomás Calvo y Navarro Cordón en la editorial Anaya. Ante el fallecimiento de uno de sus autores, Tomás Calvo, permítanme que recuerde la figura del que fue un Maestro con mayúscula.

Usualmente, se pone cara a escritores al estilo de novelistas de éxito (salvo Pynchon), poetas enloquecidos, periodistas de relumbrón y científicos de Nobel, pero los escritores de libros de texto son más bien del estilo de funcionarios invisibles en edificios burocráticos, en principio fácilmente intercambiables. Sin embargo, todavía conservo aquel libro de Historia de la Filosofía, como el de Literatura de Lázaro Carreter, que lo mismo te ayudaba a aprobar COU que a sacarte unas oposiciones. Pero más allá de su utilidad inmediata, el libro de texto de Calvo y Navarro era una guía de exploración del país más extraño del universo humano, poblado de seres fantásticos al estilo del Espíritu Absoluto, la Voluntad de Poder, el Imperativo Categórico, la Utopía, el Genio Maligno y un tal Sócrates. Todo palabras, apenas una imagen que no fuese funcional. A pesar de ser objetivos y neutrales en la exposición de filosofías tan contrarias como las de Platón y Aristóteles, Marx y Adam Smith, Calvo y Navarro le sabían dar un toque de estilo personal tan sutil como poderoso.

Conocí más tarde a Tomás Calvo personalmente como profesor de Filosofía Griega y Métodos Ontológicos. Tenía una voz profunda y grave, al estilo de Félix Rodríguez de la Fuente, paseando por los pasillos de la Facultad de Filosofía como Pericles por el ágora ateniense enfundado en un abrigo de pieles sobre el que hacíamos apuestas por si sería de oso o de visón. En un Departamento de Filosofía que contaba con figuras destacadas en campos "continentales" y "analíticos", en aquella pequeña Atenas, Tomás Calvo era un referente indiscutible en el pensamiento griego. Traductor de Acerca del alma de Aristóteles y del monográfico sobre la política en tiempos de los sofistas y Platón en la editorial Cincel, cuando nos daba clase estaba traduciendo la Metafísica de Aristóteles, posiblemente el libro filosófico más importante escrito jamás.

Un traductor con el espíritu griego necesario

Entre los profesores había dos estilos, el centrípeto y el centrífugo. El primero era dado a discutir temas acotados según un orden establecido: se sabía el origen y el final del debate, estando permitidas las digresiones hasta cierto límite, lo justo y necesario para no salirse del cambio prefijado. El sendero estaba marcado y había que transitarlo sin perderse en los bosques que lo circuncidaban. El segundo estilo de profesorado era más al estilo socrático, empezando por un problema y terminando seguramente con muchas más preguntas que respuestas. Recuerdo las clases de Tomás Calvo más bien del segundo estilo, haciendo filosofía mientras nos revelaba sus dificultades semánticas, lingüísticas y filosóficas para volcar el pensamiento de Aristóteles escrito en griego a un idioma tan diferente como el español. Toda traducción es una transfiguración que cambia el envoltorio lingüístico para seguir mostrando su naturaleza conceptual. Tomás Calvo era nuestro Virgilio en esa selva oscura de la traducción filosófica que nos llevaba no solo a pensar lo griego, sino a pensar en griego incluso a los que no conocíamos el griego. Para ello Tomás Calvo era especialmente adecuado porque había en él el espíritu griego necesario –una combinación de jovialidad y seriedad, de cercanía y distancia, de ligereza y profundidad– para no solo enseñar conocimiento con su palabra, sino transmitirlo con su acción. Era un profesor ejemplar en todos los sentidos de la palabra ejemplar, no solo el modelo más acabado del modelo platónico del educador, sino también en el sentido de promover la emulación de sus dotes intelectuales y éticas.

Es frecuente que se hagan obituarios de estrellas de Hollywood y Premios Nobel, pero no tanto de aquellos que ponen los cimientos de una cultura nacional y construyen los caracteres de los habitantes de un país. Tomás Calvo hizo ambas cosas. Con sus traducciones de Aristóteles y su labor como helenista puso a España y el español en la Liga de las Naciones del Espíritu. Con su manual de texto de Historia de la Filosofía nos cambió la vida a miles de estudiantes que disfrutábamos más con las peripecias de Sócrates entre sofistas que con las de Harry Potter entre magos.

En su fallecimiento, queda el agradecimiento de un país, una lengua y, sobre todo, de sus alumnos que nunca lo olvidaremos.

En Cultura

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