
Más de doce años después de tener la nítida sensación de que era buena idea entrevistar a etarras en una película documental mía, pudimos producirla. La idea apareció durante la lectura del libro Patriotas de la muerte de Fernando Reinares en 2001. En él se entrevistaba a un pequeño número de personas de distinta procedencia, género, formación y edades que habiendo pasado por la "organización" estaban en ese momento en la cárcel pagando por diferentes delitos. Se les preguntaba, entre otras cosas, sus motivaciones para entrar en la banda. Me fascinó encontrar el común denominador de los discursos todos los entrevistados: la nada.
Durante años no conseguí quitarme la idea de encima. Sí que consideré que antes debía tratar otros temas pendientes en relación con las víctimas y así produjimos 1980 (2014) y Contra la impunidad (2016). Al fin, la rodamos entre el 2018 y el 2020 y la titulamos Bajo el silencio.
Nunca he pretendido ser quien explique definitivamente el conflicto vasco, ni hacer "nuevas aperturas sensibles para poder entender las cosas desde otros lugares", ni elaborar "escenarios simulados de diálogo para crear las mejores condiciones para despolarizar, desradicalizar, o desbloquear a las partes del conflicto vasco", ni "ofrecer un relato sensible del último y más antiguo conflicto armado de Europa y de su salida política", como han pretendido otros directores. Hago películas que enfrentan a la gente con los aspectos más dolorosos de una realidad cercana. No son solo películas sobre el terrorismo, las víctimas o el País Vasco, sino sobre cada uno de nosotros y nuestra sociedad, sobre qué clases de seres humanos hemos sido y somos frente a lo que nos ocurrió.
El genial Joshua Oppenheimer director de los documentales La mirada del silencio (2014) y The act of killing (2015) se acercó con maestría, naturalidad y contundencia a los responsables del genocidio en Indonesia, cuando años después ostentaban el poder: los responsables directos de las matanzas, convertidos en protagonistas. El resultado son dos obras insólitas y poderosas y un Oscar al mejor documental para una de ellas.
Dar voz a criminales, a quienes les entienden y justifican la violencia de motivación política, es una manera interesante de acercarse a uno de los niveles más inquietantes de esta cuestión, el de cómo las ideologías son capaces de anestesiar conciencias hasta justificar el asesinato masivo.
En Bajo el silencio, el protagonismo recae en los perpetradores. Las fantasías que les llevaron a matar junto con las fantasías en las que habitan para permitirse vivir con lo que han hecho, se funden con el horror del silencio que nace del miedo, un silencio construido mediante un delicado equilibrio entre lo que hay que olvidar y lo que habría que preguntar.
Tratamos de mostrar al espectador cómo es posible vivir con ese silencio represivo estando rodeado de las mismas personas que produjeron el daño mientras en el presente detentan el poder local.
El acercamiento narrativo a un terrorista
Es verdad que puede haber un peligro de comunicación en el acercamiento narrativo a un terrorista. Hay algo misterioso en su idealismo desprendido que produce que haya gente capaz de relativizar y hasta perdonar sus terribles crímenes.
La mayoría de documentales y ficciones cinematográficas son escapistas, dan la falsa esperanza de que el diálogo y las buenas intenciones harán que, después de la tragedia, las cosas vayan a mejorar en el mundo. Y algunas historias pueden acabar bien y otras menos, pero nada puede arreglar lo que está destruido. Esa es casi la única amarga y dolorosa verdad que puede narrarse tras el encuentro con militantes de un cártel asesino incapaces de pedir disculpas.
Ahora, la noticia de un film en el que se entrevista al líder indiscutible de la banda terrorista, llama la atención. ¿Qué se pretende? ¿acercarse al entrevistado para encontrar algo de verdad en él? ¿o, porque simpatiza con alguna de sus motivaciones, sembrar la duda sobre la maldad de sus hechos?
A mí me parece que lo natural es que cada autor elija su historia, así como la forma de contarla. Y a quién entrevistar y cómo. Qué preguntar y hasta dónde llegar en la indagación. La misma naturalidad la tiene el espectador para decidir ver una película o no: porque le guste o le interesa el tema o no, porque le guste o le interese el director de la misma o no. Y después, tras verla, opinar en los términos que cada uno elija. Pero no hay por qué rechazar entender las (con frecuencia excéntricas y hasta ridículas) motivaciones de esos seres humanos que eligen el camino de salvar a "su pueblo" mediante el asesinato masivo.
Hannah Arendt vio en el comandante Eichmann durante el juicio de Núremberg más que a un "monstruo" a un payaso.
Dijo Brecht de Hitler: "la desmesura de sus designios tampoco lo convierte en un gran hombre". Es decir, que alguien se convierta en una gran criminal y que sus hechos tengan grandes consecuencias es compatible con que sus ideas sean ridículas. Monstruos o payasos. ¿Las dos cosas?
Nada de silencio y menos, de olvido: una memoria sentida y justa para las víctimas y un recuerdo eterno y despreciativo para los perpetradores.