
Fiel observante de los preceptos wokistas, Ernest Urtasun, Ministro de Cultura de un Gobierno formado, en gran medida, por negrolegendarios de manual o, por mejor decir, de breviario, ha tardado apenas unos meses en descolgarse con unas manifestaciones del todo predecibles. Con la autoridad que le da su cartera, el barcelonés pretende acometer la, al parecer, urgente tarea de descolonizar los museos españoles. Su modelo: Europa. Más concretamente, Bélgica.
Aunque sus palabras han desatado una enorme polvareda mediática y no pocas respuestas -véase la de los firmantes del Protocolo de Santa Pola o la intervención del diputado Joaquín Robles en la Comisión de Cultura-, cabe esperar que, como es propio de la autodenominada izquierda española, a diferencia de su medroso alternante en el poder, las medidas descolonizadoras aparezcan con prontitud. Para eso ha sido designado Urtasun, para disolver, en lo posible, todo lo nacional en favor de lo plurinacional. Unas naciones, cuyo número y nombre no nos han sido revelados, que se mantienen en una mazmorra cuya ama de llaves o madrastra, por utilizar la jerga bolivariana, se llama España. He aquí la clave: España, o más concretamente aquella a la que se refirió Julián Juderías cuando definió el rótulo "leyenda negra". La España a la que Urtasun pretende depurar de adiposidades colonialistas sigue siendo aquella lamentable excepción europea, siempre tendente a la intolerancia, refractaria al progreso. También a esto, a lo que se refiere a descolonizaciones, España habría llegado tarde, retraso que Urtasun ha venido a corregir.
Sin embargo, pese a que el ministro trata de presentarse como un actualizador, como alguien al cabo de la calle museística, su discurso es añejo. Tras sus palabras subyace la idea de que España, entendida como un error histórico, es el residuo de un imperio visto desde el empañado prisma del imperialismo más oscuro. En el fondo, para este servidor de las emanaciones universitarias del imperio yanqui, "imperio" es un concepto unívoco que sirve para encubrir, terminológicamente, un sistema extractivo, explotador, en suma. Sólo así se entiende su intento de equiparar el Imperio español al belga. Para Urtasun, las estructuras imperiales, sin las cuales la Historia universal es, sencillamente, imposible, sólo pueden ser depredadoras, aniquiladoras de los estratos culturales y materiales sobre las que asientan.
¿Colonias o virreinatos?
No son pocos los que han criticado al ministro agarrados al argumento de que España no tuvo colonias. De que el Imperio español no fue colonial. Algunos, para refutar sus tesis, han recurrido a la obra del argentino Ricardo Levene. Un libro de título expeditivo: Las indias no eran colonias (1951). Pero lo cierto es que, dirán los afectos a Urtasun, en la mayoría de las naciones hispanoamericanas al periodo virreinal se le llama colonial. Y, en efecto, así ocurre. Sin embargo, la terminología no debe nublar el fondo del debate, pues el ajustado adjetivo virreinal podría sonar incluso peor que colonial en los oídos ministeriales, porque: ¿no son el Trono y el Altar los símbolos del Antiguo Régimen? Yendo un poco más allá, o más acá: ¿no fue Franco, aniquilador de la paradisiaca II República que alumbró estatutos de autonomía para las naciones cautivas, el restaurador de la monarquía en España? ¿no fue él quien rescató el águila de san Juan y los emblemas de los Reyes Católicos?
Por decirlo de un modo más directo: Urtasun es un militante más del "Nada que celebrar" que cobra vida cada 12 de octubre. A su plurinacional modo, el ministro es un indigenista incapaz de soportar la existencia de museos que tengan escala nacional. Al cabo, todos ellos, así Arqueológico como el de América, se habrían nutrido del expolio de naciones sojuzgadas. Desde esa perspectiva, tan indígena, por layetano, sería un catalán, como un peruano, a fuer de inca. Por ello, su labor, etiquetada como descolonizadora, es disolvente, si bien más disolvente en unos tramos que en otros. Su disolución será aplicada con más rigor en el tiempo anterior al que España estuvo más próxima al colonialismo, el final del siglo XIX. No, su objetivo no es el momento en el que se consolidó la burguesía catalana gracias, en parte, al tráfico de piezas negras, es decir, de esclavos africanos. Sus descolonizadores ojos miran más allá y se posan en el tiempo en el que hace presa la leyenda negra.

Las intenciones parecen claras, sin embargo, su puesta en práctica es tremendamente compleja, pues ¿a quién pertenecen los tesoros de Atahualpa? ¿A quién los de Moctezuma? En ninguno de los dos casos, las naciones que retienen el nombre de las sociedades sometidas por los españoles, con la inestimable ayuda de etnias autóctonas, coinciden con el territorio gobernado por los emperadores derrotados. ¿A quién pertenecen las ofrendas entregadas a Hernán Cortés por los emisarios de su dueño, el huey tlatoani?, ¿a ese México que resultó de un periodo virreinal en el que los mexicas guerrearon contra otros pueblos locales bajo el estandarte real?, ¿eran, acaso, esos mexicas unos colaboracionistas? Las preguntas se agolpan y conducen, incluso, a conflictos internacionales pues, ¿el imperio inca no se extendía por territorios hoy pertenecientes a diversas naciones?, ¿debe, entonces, restituirse todo el oro a su muy centralista capital, Cuzco o dividirse según fronteras trazadas hace dos siglos?
A todos estos interrogantes ha de enfrentarse Urtasun. A estos y a aún más complejos. Sirva, como final de este escrito, el siguiente problema. Dos décadas después de que Atahualpa fuera prendido en Cajamarca, dos de sus hijos, bautizados como Francisco y Diego, por Francisco Pizarro, a quien el emperador se los entregó, y por Diego de Almagro, escribieron al rey de España. Pretendían, acusando únicamente a Pizarro, que no al monarca, recuperar parte de los tesoros de su padre, que no de los incas. Lo hacían, sabedores de la gran pensión dada a don Pedro de Moctezuma. Tras pleitear, aludiendo a la calidad de sus nada democráticas personas, obtuvieron una renta anual de 8.000 pesos de oro. La pregunta es: ¿a quién deben descontar estas cantidades los devolucionistas, Urtasun incluido, del oro pretendidamente robado?