
En el año 2011 Leonard Cohen recibió el Premio Príncipe de Asturias. En su discurso desveló que fue un español anónimo al que conoció, solitario, en un parque de Montreal, quien le enseñó a tocar los primeros acordes de guitarra. Ocurrió a principios de los sesenta. Apenas un puñado de clases que marcaron para siempre una biografía: "Todo lo que el mundo ha encontrado de bueno en mi música, viene de España; de hecho, mi música es realmente de España, yo sólo he puesto la firma". Así las cosas, y seguramente sin pretenderlo, el viejo Cohen recordaba, en un contexto solemne y repleto de autoridades, que a veces una nación desborda su propia arquitectura jurídico-administrativa y brota de una emoción profunda. Y puede ser hermoso. Porque, en el fondo, es esa emoción la que provee de energía vinculante. Porque fuimos, somos. Una trama de afectos une a los españoles en gracias y desgracias. Nos interpela y nos vincula emocionalmente ante un éxito deportivo o un atentado terrorista.
Nadie espere de este texto una reflexión autocrítica y atormentada sobre el ser de España; esta pieza ni si quiera aspira al equilibrio o la mesura, e incurre con entusiasmo en la apología. Digamos, pues, ahora que las cartas ya lucen desnudas sobre la mesa, que Occidente no sería tal cosa sin la contribución decisiva de España. La única nación occidental que lo es por elección propia y no por azares históricos. Cuando su destino parecía ligado al califato, España revierte la presencia islámica en la península. Y en el mismo año de 1492, el proceso de Reconquista desborda la península, atraviesa un océano ignoto e incorpora un nuevo y descomunal continente a la civilización hoy llamada occidental. España es la universidad de Santo Domingo, levantada un siglo antes que Harvard; o el Hospital de Jesús, construido en 1524 y que hoy sigue atendiendo enfermos; o Cartagena de Indias, Patrimonio de la Humanidad, como treinta ciudades más a lo largo y ancho de todo el continente. España se transmuta americana. Se replica a sí misma a siete mil kilómetros. De su capa hace un poncho y de su guitarra un charango, al decir de la canción.
España son los marinos vascos y las naves castellanas. Son Churruca, Legazpi o Urdaneta. Son Pizarro, Cortés y Núñez de Balboa, naciendo extremeños para morir universales. Es el general Prim y sus voluntarios catalanes haciendo un castell para superar una alcazaba en la batalla de Tetuán. España son Daoiz y Velarde, y Madrid rugiendo contra Napoleón. Asombra la descomunal impronta histórica de un país no particularmente próspero, de suelo poco fértil y con un peso demográfico siempre muy inferior al de sus rivales históricos. Mas pelea el ánimo, no el número, según dijo Hernán Cortés. Por eso triunfaron y a todo llegaron. Plus Ultra. Y ahí quedó el mundo. Completo al fin. Esférico, según la demostración empírica de Elcano y Magallanes.
España es, en fin, la gloria de mil hechos de armas, pero también la monumental huella cultural de Cervantes, Velázquez, Sorolla, Calderón, Goya, Picasso, Lope o Quevedo. España, alejada ya del pelotón de las grandes potencias globales, sigue hoy proveyendo al mundo de deportistas, moda, artistas, novelas o productos audiovisuales reconocidos internacionalmente. Somos, al cabo, una forma de estar en el mundo. Un estilo de vida familiar, jaranero y solidario; somos una devoción orgullosa por la gastronomía, el producto y la sobremesa (concepto para el que no existe traducción); España es la comida del domingo en casa de los abuelos, la noche de Reyes y doce uvas que preceden a un surtido de abrazos. España es la extraña fe común que une a devotos y ateos en unas fiestas populares. Es una viña, una mar de olivos y un español emigrado mostrándole a un niño cómo se acaricia una guitarra.
Rafael Núñez Huesca
Portavoz adjunto del Partido Popular en la Asamblea de Madrid. Periodista, publicitario. Profesor de Opinión Pública. Premio Ricardo Ortega de Periodismo.