
Las más ilustres y cañís representaciones del ser español, Quijote y Sancho, tuvieron que esperar siglos antes de encontrar unos hermanos con los que entenderse, Mortadelo y Filemón. Lo que había hecho Cervantes con los libros de caballerías, triturarlos para homenajearlos, así hizo Francisco Ibáñez con los émulos contemporáneos de Amadís de Gaula y Tristán Lo Blanc, James Bond y Sherlock Holmes, creando la más genial e incompetente pareja de espías detectivescos de la historia, Mortadelo y Filemón. Ahora la obra de Cervantes es principalmente pasto de aburridos académicos que no se ríen jamás en sus sesudos análisis, pero hubo un tiempo en que el caballero de la triste figura y su orondo zampabollos acompañante levantaban la hilaridad popular, siendo el hazmerreír de mayores y el jolgorio de los más pequeños que se reían de ellos pero también con ellos. Ahora que los gramáticos todavía no le han hincado el diente a las viñetas de Mortadelo y Filemón, por no hablar de los ofendiditos millennials, todavía podemos reírnos a mandíbula batiente con las travesuras políticamente incorrectas y moralmente discutibles de su serie inmortal de personajes disparatadamente eternos.
Más corrosivos que Tintín, más vitriólicos que Astérix y Obélix, Mortadelo y Filemón beben del cine cómico mudo norteamericano, sobre todo del Gordo y el Flaco, para ser universales, pero también del sainete arnichesco y simiesco en el que fueron acompañados por una cohorte de sinvergüenzas, idiotas, mangantes, cacos, ladrones, chorizos, delincuentes, gorrones, sablistas, pedigüeños, porristas, frescales de los que debió beber Santiago Segura para su fusión de ambos personajes ibañescos en Torrente, el brazo tonto de la ley, que se hubiera merecido cruzar su camino con el de los espías que eran las manos, las piernas y las cabezas no tontas, lo siguiente, del Estado de Deshecho.
El genio creador de personajes de Ibáñez solo tiene parangón en el multiverso de las viñetas con el imperio Marvel, con ventaja para el español de ser un único titán contra una maquinaria olímpica. ¿Cómo comparar el Doctor Bacterio con el Doctor Extraño, el Superintendente con Doc Furia? Siempre a favor de los hispanos. En cuanto a aventuras, pierde por goleada cualquier superhéroe en mallas contra un superdios destructor de mundos en comparación con dejar sueltos a Mortadelo y Filemón en alguna Olimpiada o Mundial, ocasiones genuinas para burlarse de todo tipo de razas y nacionalidades, géneros y sexos, fachas y rojos, ricos y poderosos, sin otro límite que esa rezumante humanidad que adornaba la imagen siempre beatíficamente sonriente de ese barcelonés de padre valenciano y madre andaluza que supo hacer de la idiosincrasia española un referente mundial.
El otro callejón del gato de Valle Inclán
Solo por la serie de Mortadelo y Filemón, Ibáñez tendría un lugar, a mi modo de ver prioritario, en el panteón de los ilustres del tebeo junto a Hergé, Uderzo, Goscinny y Stan Lee. Si solo pudiese elegir un ejemplar de Tintín, Astérix, Spiderman o Mortadelo y Filemón sin duda me zambulliría en ese teatro de espejos cóncavos con el que Ibáñez retrataba con humor y colorines el callejón del gato de Valle Inclán. Pero es que además Ibáñez creó a la berlanguiana La familia Trapisonda, la ferreriana 13, Rúe del Percebe y los muy buñuelescos El botones Sacarino, Rompetechos y Pepe Gotera y Otilio. Cuando leímos a Juan Marsé, Sánchez Ferlosio, Laforet y Martín-Santos los encontrábamos, en comparación, algo sosos y pueriles, además de insufriblemente grisáceos, después de la demoledora pintura con la que Ibáñez nos había enseñado las miserias de una España franquista y la grandeza de una Transición que no se tomaba a sí misma, gracias a Dios, demasiado en serio. Solo Eduardo Mendoza estuvo a la altura del desafío creativo de Ibáñez en Sin noticias de Gurb, donde el alienígena protagonista tenía la capacidad camaleónica de Mortadelo para los disfraces y su ansia gastronómica por los churros y las mujeres.
Aunque el pueblo pedía el Premio Príncipe, luego Princesa, de Asturias para el más catalán de los que tenían ocho apellidos de todas las regiones de España, lo cierto es que nunca se lo iban a dar porque nuestra élite cultural siempre ha preferido ser francesa, inglesa y hasta mongola (sobre todo mongola) antes que española. En España la misma palabra "tebeo" está en desuso ante el ascenso del anglosajón "cómic" y el pedante "novela gráfica". Cuando alguien del "mundo de la cultura" clamaba porque según ellos vivíamos en una Siberia cultural (Paco Ibáñez, el tétrico cantautor-protesta dixit), yo me mondaba de risa porque me acordaba de Mortadelo y Filemón, a los que Francisco Ibáñez casi siempre enviaba como castigo de sus tropelías a picar hielo en camiseta de tirantes donde Rusia pierde el nombre. En una ocasión, en una radio catalana de la que no quiero acordarme le quisieron dar una sorpresa a la muy intelectual Nuria Espert, que estaba representando a Lorca, llamando a Paco Ibáñez el tétrico, pero se equivocaron y al que sacaron en antena fue a Francisco Ibáñez, el humorista. Para sorpresa del locutor y de la actriz, nuestro Ibáñez empezó a hablar de Mortadelo y de cómo su creación estaba a un millón de años de la "intelectualidad" de Espert y el "mundo de la cultura" pijoprogre, pero no pudo evitar la puntilla de que vendía cientos de miles de ejemplares.
Más que como el cielo de Dante, con sus círculos angelicales entonando sin atisbo de disenso ni desafino un coro a mayor gloria de Dios, me imagino el paraíso como el edificio de 13, rúe del Percebe, esa obra maestra que combinaba genialmente el costumbrismo y el surrealismo. Y en ese paraíso habitado por el moroso Manolo, un ratón sádico, un gato masoquista (¡cómo Rasca y Pica en Los Simpson!), Ceferino, un ladrón compulsivo, varios niños terribles, una viejecita de la Sociedad Protectora de Animales; un sastre delirante; un enloquecido veterinario; una señora que realquilaba; un tendero tramposo; y, genialidad absoluta en una España siempre con problemas de vivienda, el inquilino de una cloaca, me imagino ahora a don Francisco Ibáñez, feliz con sus personajes tras haber fallecido a los 87 años de edad.
Decía Luis Alberto de Cuenca, erudito del tebeo y defensor de la alcurnia de la cultura pop (cuando es pop de popular y no de populista) que
"Siempre he admirado en ti, maestro Ibáñez, tu talento, tu simpatía, tu buen humor, tu hombría de bien, tu enorme capacidad inventiva."
Se nos ha ido el Maestro, pero quedan sus obras maestras.
