
Hace años, en su premiado ensayo Agitación (Páginas de Espuma), el filósofo Jorge Freire desarrolló un concepto que sirve para describir los grandes rasgos de nuestra época. "En la cultura de la agitación el ciudadano participativo, sometido a estados de excepción sucesivos, se convierte en su propia caricatura". Es posible que uno de esos rasgos sea lo que ahora ha venido en llamar La banalidad del bien (Páginas de Espuma): "La banalidad del bien pone énfasis en la palabra y trivializa la acción", escribe. "El coraje cede su puesto a la molicie y el amor propio al autodesprecio". Su último ensayo es un retorno a esa filosofía ética que siempre ha practicado —recuérdese, por ejemplo, Hazte quien eres (Deusto)—; y un intento por rescatar para la discusión pública algunas preguntas que, en un mundo contagiado de relativismo, parecen haber perdido peso. "¿Será que cuando el bien no se sustancia en la vida buena no queda otra cosa que el buenismo?". ¿Se puede hablar de bien en un mundo en el que todo depende del color del cristal con que se mire? Hablamos con él:
Pregunta: Señor Freire, ¿qué es el bien?
Respuesta: Aquello que alumbra la realidad externa a la caverna. Lo que pasa es que, generalmente, resulta inasequible a una sociedad que le ha dado la espalda a la virtud y que se ha olvidado de conceptos como el arrojo o el honor.
P: ¿Existe entonces un bien claramente compartido por todos?
R: No necesariamente. Por decirlo con Aristóteles, el bien se dice de muchas maneras. Y quizá aquello que se nos ha ido desdibujando es la vida buena, más que el concepto de bien. La eudemonía aristotélica, la vida buena, satisfactoria, puede variar en función de cada persona. Pero todos estamos de acuerdo en que hacen falta una serie de soportes materiales que permitan que las diversas vidas buenas puedan realizarse. Si no hay una condición de posibilidad para que las personas, qué se yo, se emancipen al llegar a la vida adulta; para que tengan una estabilidad económica; para que tengan un proyecto vital; para que puedan hacer planes de futuro… En fin, para que no se sepan reemplazables y contingentes, hacen falta unas condiciones materiales. Hoy se percibe con nitidez una cosa a la que yo he llamado el entretanto. El entretantero no es ni veinteañero ni treintañero, sino simplemente alguien cuyo tiempo no ha llegado y, al mismo tiempo, ha pasado ya. Cuando no hay unas condiciones materiales para que esa vida buena, sea lo que sea en cada caso, se dé, lo único que nos queda es el buenismo.
P: ¿Tenemos menos condiciones materiales o somos más cobardes que antes?
R: Buena pregunta. En el frontispicio de uno de los capítulos he puesto una cita de C. S. Lewis que dice que fabricamos hombres sin corazón y después esperamos de ellos virtud y arrojo. Es cierto que el sujeto contemporáneo ya no es eso que se llamaba el "hombre narcisista". Ahora es el "hombre psicológico". Es decir, alguien que, de alguna forma, se olvida del thymos. O sea, de la tercera parte del alma, según Platón. Platón decía que existe el eros, que es la parte del alma correspondiente a los deseos; el logos, que sería la razón; y luego esta palabreja, acaso intraducible, que algunos han querido identificar con el coraje, o con la valentía… Puede traducirse incluso como honor. Teniendo en cuenta que el honor no es la honra del Siglo de Oro, sino una cosa mucho más amplia.
P: ¿Tiene algo que ver con la voluntad?
R: El honor sí, efectivamente. Pero sobre todo con el respeto a la propia conciencia. Es decir, con el hecho de que uno, para saber si ha hecho bien las cosas, tiene que comparecer ante sí mismo y no ante los demás. Si la honra es una cosa reactiva, que sólo se activa cuando los demás la ponen en solfa, el honor sólo aparece cuando uno comparece ante su propia conciencia. Cuando uno es juez de sí mismo. A mí me da la sensación de que una cultura que produce narcisistas en masa, y que se basa fundamentalmente en cuestiones como la fofería de carácter, efectivamente, nunca va a ser capaz de alcanzar cosas elevadas. Es algo que parece tener relación con que se le haya dado la espalda a la virtud.
P: ¿Por qué lo bueno cuesta?
R: ¿Lo bueno cuesta? No tengo claro que cueste siempre. De hecho, ahí quizá nos estemos dando de bruces con una de las paradojas de nuestro tiempo, que es pensar que todo lo virtuoso lleva aparejado un esfuerzo. De hecho, creo que parte de esto que hemos venido en llamar "cultura del esfuerzo" es una suerte de engaño. Nietzsche dice que la belleza de la montaña no depende de la dificultad de su ascensión. Es decir, hay cosas que, aun saliendo solas, son nobles. No necesariamente hace falta sufrir para conquistar una virtud. Yo en el libro defiendo que no hay que huir del sufrimiento, pero tampoco hay que arregostarse en él. No hay que pensar que el dolor nos acrisola, que nos hace mejores. O que sufrir por las cosas las hace más valiosas. Puede suceder que el esfuerzo sea en balde, que no se enfoque a cosas nobles y que no sea virtuoso.
P: Esto me recuerda a eso otro que escribe en el libro de que no por sentir más somos mejores personas.
R: Exactamente. Yo creo que en el fondo, detrás de este auge del sentimentalismo hay una tentativa de abolir el misterio. De romper el hechizo. De rasgar el velo. Tiene mucho que ver con la sociedad de la transparencia: que no haya secretos, que no haya equivocidad, que no haya ambigüedades. Que lo sepamos todo del otro. Que ese otro no se sustraiga a la vigilancia constante de los demás. Es decir, que de alguna forma no nos guardemos nada para nosotros. Que todo sea compartido por todos. Pues en realidad no hace falta contarlo todo. Esta época de sincerismo, que llamaba Ortega, de sinceridad convertida en preceptiva moral; esta época en la que parece que la espontaneidad te hace mejor; yo creo que hay que combatirla. Hay que guardarse algo para uno mismo. Porque, además, lo que se sigue de todo ello, esta cosa de que participar del sentimiento ajeno es algo noble, es falso también. Pienso, por ejemplo, en el auge de la empatía. Hay un argumento que suele repetirse y que trata de forma peyorativa a cualquier persona, tildándola de psicópata, por no "empatizar lo suficiente". Bueno, pero es que la empatía no es buena de por sí. Hay asesinos que empatizan muchísimo, y que experimentan un goce cada vez mayor cuanto más daño producen en sus víctimas. La empatía de por sí no es virtuosa. Es simplemente una capacidad cognitiva que te permite situarte en relación con los sentimientos de otra persona. Bueno. Hoy lo que sucede es, precisamente, que participar de una serie de sentimientos está revestido de una connotación virtuosa. Y muchas veces lo que ocurre, en realidad, es que la empatía actúa como válvula de escape; como un mero desahogo emocional que evita que tengamos que actuar más allá. De esa manera, el parecer se impone sobre el ser. En el libro pongo el ejemplo terrible del militar nazi Rudolf Hoess, que lloró durante una representación teatral llevada a cabo por prisioneros de un campo de concentración. Seguramente eso le sirviera de válvula de escape para poder encogerse de hombros ante la realidad asesina que después tenía que ejecutar y contemplar. Y yo me pregunto si eso no estará muy emparentado con lo que ocurre en esta época, en la que muchas veces cuenta más la medalla que nos colgamos que lo que realmente hacemos. Al final, la banalidad del bien se define fundamentalmente por la primacía de las palabras banas sobre la praxis.
P: Yendo más al meollo, en el libro usted carga contra el emotivismo apoyándose en el intuicionismo de Haidt, entre otros. ¿No coinciden ambas teorías en la posibilidad del relativismo moral?
R: Pero existe un matiz. Yo en el libro señalo que no es lo mismo la emoción que el sentimiento. El emotivismo es reprobable porque se basa únicamente en emociones. Y las emociones son impulsos. Alguien recibe un susto y pega un respingo. Ya está. Se trata de una moral meramente impulsiva. El sentimiento, sin embargo, es otra cosa. Y puede ser una vía de acceso legítima al conocimiento. Porque la verdad es que no somos siempre escrupulosamente cerebrales. No siempre nos regimos por la razón. Hay gente que carga contra el sentimiento porque lo considera una suerte de conocimiento vulgar. Pero es que somos seres sentimentales. En el libro pongo el ejemplo, un tanto cómico, del sentimiento futbolístico. El amor por los colores. Dile tú a un amigo colchonero que se haga socio del Madrid a cambio de mil euros. Posiblemente se ofenda seriamente. Bien. Lo que hacemos muchas veces es sentir primero y racionalizar después. Nos movemos por intuiciones morales y después las analizamos racionalmente. Por eso creo que Haidt acierta a medias cuando dice aquello de que "si lo siento es verdadero". No siempre es así, pero en ciertas ocasiones creo que sí.
P: ¿Qué es el capitalismo anímico?
R: Sencillamente es la última mutación del capitalismo. Es curioso. Wittgenstein decía que revolucionario es aquello que se revoluciona a sí mismo. Y así pensado, no hay nada más revolucionario que el capitalismo, porque está constantemente mudando la piel. Se trata de algo mucho más interesante que ese capitalismo de cartón piedra que suelen dibujarnos, precisamente, los críticos del capitalismo. Ellos siguen lanzando sus dardos contra una especie de monstruo dickensiano repleto de obreros tiznados de hollín, o contra el modelo fordista. Pero eso ya no existe. Si alguien quiere ajustar cuentas con el capitalismo debería olvidarse, para empezar, de ese viejo espíritu del capitalismo postulado por Weber y basado en la represión de los sentimientos, en el ahorro, etcétera, etcétera. Ahora, en el nuevo capitalismo, los sentimientos ya no se reprimen: se exprimen. Lo que se te exige como consumidor es básicamente que te afirmes constantemente. Que afirmes tu individualidad, tu diferencia. La diferenciación es clave porque los consumidores ya no son seres pasivos. Ahora son seres activos con unos gustos muy específicos. Así que el capitalismo lo que hace es halagar constantemente tus emociones. Hablamos de un capitalismo que se ha dado cuenta, además, de que el bien es un filón. De que estimular la buena conciencia de los consumidores es una forma muy efectiva de fidelizarlos. Hacernos creer que por consumir determinado producto estamos salvando el medio ambiente, por ejemplo, o defendiendo los derechos humanos, es una forma muy rastrera pero también muy efectiva de vender. Existen ejemplos especialmente sangrantes. Hay hamburgueserías queriendo hacerse pasar por la punta de lanza del movimiento animalista. Las empresas que más contaminan defienden supuestamente con uñas y dientes la causa verde. Lo vemos en muchos ámbitos. Y clama al cielo.
P: En el libro indaga en la atomización contemporánea, en la idolatría del individualismo. ¿Qué hay de su reverso? ¿Cuál es el peligro de idolatrar el comunitarismo?
R: Buena pregunta. Es algo a lo que le estoy dando muchas vueltas últimamente. Estoy escribiendo otro libro que precisamente busca bajar de su pedestal el mito de que el lazo comunitario se ha deshilachado. Yo creo que eso es mentira. Es decir, esta idea de que en el pasado todos convivíamos en una especie de comunión feliz que se ha roto, nadie sabe precisar en qué momento, y que ahora todos somos presas de la anomia, de la individualidad más descarnada, es mentira. Se trata del mito de la comunidad inmanente, que decía Jean-Luc Nancy. Y hay que combatirlo también. Hace no mucho, en una tribuna de El País, un conocidísimo y reputadísimo escritor escribía que la ciudad se ha privatizado. Que, de repente, las ciudades nos han expulsado. Que él recuerda cómo de joven era muy feliz viviendo con cuatro perras que le permitían holgar —porque, por supuesto, la holganza es para él el signo de los tiempos—; y que ahora por una cerveza te cobran una barbaridad inasumible, etcétera. Bueno, eso es una mentira que se basa en una idealización del pasado como comunidad fraterna y como arcadia feliz. La tesis es que una serie de cosas se han cargado el paraíso fraternal y que hay que recuperarlo. Sin embargo, a lo mejor lo que están deseando quienes defienden esto es una especie de comunidad cerrada en la que no haya alteridades incómodas. Una comunidad en la que quizá no caben ciertos tipos de personas. Se trata de un discurso que encierra otro peligro. Y hay que combatirlo también.
P: ¿Hasta qué punto la banalización del bien demuestra, en el fondo, que seguimos teniendo necesidad de él? ¿Tenemos sed de metafísica?
R: Pues mira, hablando desde el punto de vista de mi generación, hay una circunstancia que me hace pensar que sí, que es así. La paradoja es que, al menos los de mi quinta, parecemos tener una sed de realidad. Es muy curioso pero, si lo piensas, la generación de escritores anterior se inclinaba sobre todo a la ficción. Y además a una ficción que, en cierto sentido, era más bien escapista. A mí me da que pensar que los nacidos a mediados de los ochenta, o incluso en los noventa, cultivemos más la no ficción. ¿Tendrá algo que ver con el hecho de que somos una generación más o menos joven a la que le ha costado bastante encontrar asideros firmes a los que agarrarse? ¿Será que tenemos ansias por hacer inteligible una realidad que todavía no entendemos? No sé. Me parece revelador, como te digo, este auge del ensayo, o del análisis. Por otro lado, en el plano de la moral, pienso que quizá somos una generación que goza de más libertad a la hora de querer recuperar ciertas virtudes, precisamente porque no cargamos con la losa de haber tenido que revelarnos contra algunas cosas. Nuestros padres ya cumplieron con eso. Y esto no quiere decir que seamos conformistas, o que no tengamos agallas para cuestionar ciertas "verdades". Simplemente, una cosa es la crítica destructiva y otra la constructiva. Y la destructiva es la crítica más fácil que se puede hacer. Edmund Burke escribió una metáfora que me gusta mucho, en sus Consideraciones sobre la Revolución Francesa. Decía que cualquiera puede abrir un reloj y despanzurrar sus piezas encima de una mesa, pero a ver quién es el guapo que consigue reconstruirlo y hacer que funcione. La crítica destructiva está al alcance de cualquiera. Construir, sin embargo, es muy complicado. También te digo que nunca es todo tan homogéneo. No existen generaciones completamente disruptivas seguidas de generaciones completamente constructivas. Suelen mezclarse. Hoy vivimos en una especie de desmitificación cada vez más destructiva del llamado "espíritu del 78". Y yo no digo que no sea sano desmitificar ciertas cosas, pero quizá en ocasiones nos pasamos de frenada. Recientemente he hecho mía una frase que me parece muy acertada: lo que definió la Transición no es el consenso sino la concordia. Y es verdad. Porque el consenso, muchas veces, no es más que un pretexto para abolir la disidencia. Es una forma de hacer intocables ciertos temas. Que nunca se puedan cuestionar ciertas posturas. "Si me criticas, estás yendo en contra del consenso", te dicen. La concordia, sin embargo, es una voluntad de encuentro. Efectivamente, yo creo que eso es lo que habría que hacer: ser críticos pero constructivos. Mantener el espíritu de la Transición al menos en ese punto. Porque lo que tenemos hoy, con políticos que sólo hablan de consenso, es sin embargo el desencuentro constante. La fracturación de la convivencia. El buscar problemas donde no los había. ¿Por qué los políticos, cuyo cometido se supone que es arreglar problemas, lo que hacen es crear nuevos problemas constantemente? No sé. Yo pienso que la sociedad no está tan dividida como sus élites.
P: Yo, sin embargo, cada vez nos percibo más apestados.
R: Bueno. Es cierto que parece haber cada vez más temas difíciles de tratar. Antes tal vez se podía hablar de ellos, aunque fuesen escamosos. Siempre se decía que en la mesa no se debía hablar ni de política ni de religión. Pero al final era de lo único de lo que se hablaba. Y siempre había un amigo de un bando y otro de otro, pero eso sólo le añadía picante a la comida. Ahora mismo parece haber más temas intocables. Temas sobre los que todo el mundo está deseando hablar, pero poca gente se atreve a sacar en público. ¿Por qué? Fíjate que casi me aventuraría a hablar de una catalanización de la sociedad. Esto empezó allí. En Cataluña había ciertos temas sobre los que no se podía hablar porque habían destruido familias y grupos de amigos. Pues está empezando a pasar en el resto de España también. Se ha contagiado ese miedo a que te malinterpreten, o a que te interpreten bien, pero sólo para colgarte un sambenito que te destruya civilmente. Suma a eso el descrédito de los medios tradicionales. El hecho de que haya una desconfianza en ellos cada vez más pronunciada. Cada vez más gente prefiere no asomarse a la prensa. Y eso sí que puede dar lugar a la anomia. Mira, normalmente, cuando se habla de los peligros de la democracia, se suele citar la consabida idea de Tocqueville en La Democracia en América sobre la tiranía aritmética. Es decir, que una mayoría impetuosa se imponga al conjunto. Sin embargo, el propio Tocqueville, en su siguiente libro, abjura un poco de esa idea. Dice que sí, que es algo muy importante, pero no tanto como él creía. Lo que de verdad le parecía grave era la posibilidad de la anomia. La posibilidad del repliegue cívico. La posibilidad de que los ciudadanos, voluntariamente, dejen de ser ciudadanos y se conviertan en súbditos. Que decidan dejar de lado lo público y se dediquen exclusivamente a lo doméstico. Bueno. Eso puede que esté sucediendo ahora. Se ha enturbiado hasta tal punto la conversación pública, se ha banalizado tanto —en buena medida por el auge de la industria del entretenimiento—, que al final, si todos los días estamos viviendo acontecimientos históricos y catástrofes apocalípticas, terminamos completamente embotados. No es casualidad que cada vez tengamos más amigos que hayan decidido renegar de la prensa y no saber nada de política. Es otra constante que podemos percibir en nuestra época.
P: ¿Nos faltan puntos de referencia éticos, para no ser tan fácilmente manipulados?
R: Pues mira, aquí te respondo con Santayana. Santayana tiene un libro de senectud, que escribe cuando es ya casi nonagenario, a mediados del siglo XX, que se llama Dominaciones y potestades. En él mete el dedo en la llaga en uno de los problemas que hoy tiene el liberalismo. El liberalismo, con el pretexto de respetar todo tipo de buenas vidas bajo el paraguas de la tolerancia, en su renuncia incluso a exhortar a llevar un tipo de vida buena concreta, preferible a otras, porque para él todas las vidas buenas son igual de respetables, se ha convertido en un mero formalismo vacío. Su neutralidad equidistante ha sido quizá su pecado mortal. Al final, una cosa es que, como te he contestado al inicio de la entrevista, el bien se diga de muchas maneras, y otra cosa es que todo pueda ser bueno. Santayana decía que la vida buena es la que promueve el florecimiento de la persona de acuerdo a las potencialidades de cada uno. Lo cual es muy diferente de imponer un tipo de bien, o de caer en la violencia virtuosa, o de lo que subyace en todas esas utopías totalitarias que parten del mito de la perfectibilidad humana. No se trata de eso, por supuesto. Pero su reverso absoluto tampoco es mucho mejor.
P: ¿Pero esa "neutralidad equidistante" puede vaciar la discusión ética completamente? Cuando una generación carga contra la moralidad de la generación anterior, por ejemplo, ¿carga contra la idea de bien, o sólo contra su esclerotización?
R: Muy bien visto. Para empezar, porque es mentira que cada época no tenga su propia moral. Por supuesto que la tiene. Y es mentira cuando se dice que esta época concreta no tiene una moral establecida. Por supuesto que la tiene. Lo que pasa es que a lo mejor ya no estamos situados en la ética de la virtud, sino en la ética de lo que yo he llamado en el libro valores mercuriales. A diferencia de los principios éticos, los valores son mucho más cómodos. Nunca te exigen nada. Forman parte de ese bien que nunca te exige esfuerzo. Porque son meras medallitas que te cuelgas, y ya está. Hoy en lo que estamos es en la idea de la volatilidad, del cambio constante, de la flexibilidad casi infinita, del no te aferres a nada y no tengas raíces porque tienes que flotar en la corriente… Todos esos son los nuevos valores morales. No hablamos de virtud, de nobleza o de fortaleza de espíritu. Hablamos de otras cosas. Sin embargo, se trata de valores morales completamente negativos. Valores bursátiles, que sólo tienen sentido en función de su rendimiento inmediato pero que, a la larga, no valen nada.
P: Parecen los valores de una generación que ha querido creerse el relativismo, sin poder hacerlo del todo.
R: Exactamente. Lo que ocurre es que muchas veces se cae en el error de que el relativismo es absoluto. Se cree que es posible mantenerlo en el tiempo. Pero, en realidad, el relativismo no es más que el pretexto de quienes buscan un cambio en las relaciones de poder. Que la verdad no existe es la frase que siempre pronuncia el sofista antes de ponerse al servicio del autócrata. Esto se ve muy claramente si nos fijamos en la jerga posmoderna. Es mentira que sea relativista. Pudo serlo en los sesenta, tal vez, cuando se creía esa majadería foucaultiana de que todo saber es local. Pero ha bastado que eso nos lleve al callejón sin salida de no poder hablar de nada desde un punto de vista abstracto, o universal, para que el posmodernismo se bifurque en una serie de teorías, cada cual más enloquecida —la teoría crítica, la poscolonial, la queer—, que en el fondo no son más que la negación del posmodernismo mismo. Ahora se habla del posmodernismo reificado. Es decir, lo contrario del posmodernismo. Hemos pasado de la desconfianza en los grandes relatos, del escepticismo radical, que podría pasar por relativismo, al establecimiento de toda una serie de verdades incuestionables, apodícticas, de dogmas de fe, contra los que no podemos razonar. Nos dicen que el sexo es una construcción, por ejemplo, o que todo hombre blanco es racista. Y no se nos permite dudar de ello. Bueno. Lo que ocurre es que no es cierto que haya generaciones sin valores. Nadie ha destruido nunca completamente la moral heredada de sus padres. Lo que ha acabado haciendo, más bien, es reificar otra distinta. Y al final, si queremos advertir de qué valores son intrínsecamente malos, no debemos olvidar la relación que siempre existe entre ética y estética. La cursilería es siempre la estética del mentiroso. Quienes se expresan con la retórica más meliflua, recargada y vacía siempre son los peores. Recuerdo el prólogo que le escribió Arnaldo Otegui a un libro de Angela Davis. Venía a decir algo así como que ambos tenían la misión compartida de luchar por un mundo en el que las cárceles ya no existieran. Bueno, pues esa bobería nos indica cosas. Algo tan sumamente delicuescente, vano y vaporoso sólo puede surgir de alguien muy malo. Hay un tipo de cursilería que sólo se utiliza para encubrir las malas intenciones.

