
Puede que quede algo cutre citar a Rilke así, tan de primeras, pero es que fue Rilke quien dijo la famosa frasecita de que la verdadera patria es la infancia y yo, por mediación de José F. Peláez, empiezo a pensar que la verdadera infancia está en Valladolid. No lo sé, ni puedo probarlo, pero me atrevería a decir que Valladolid es eso que miramos cuando no sabemos que estamos mirando; un cajón de sastre sentimental al que van a parar todas las nostalgias del mundo; aquello que el propio Rilke contemplaba desde los arrecifes en Duino; lo que todos recreamos cuando nos da por recordar.
La verdad es que no conozco la ciudad y sin embargo, por mediación de Peláez, la siento tan mía como esta piel que me recubre y esta cicatriz que me acompaña desde mis momentos sin patria. Es decir, desde aquellas tardes juveniles en las que la fui construyendo sin saberlo, a la manera de todos, igual que se construyen las grandes civilizaciones condenadas a perdurar como reliquias en la memoria compartida de la humanidad.
Bueno. Supongo que, como las familias felices, todas las infancias se parecen. Yo añadiría que hasta son iguales. Ni siquiera hace falta que hayan sido dichosas del todo; siempre, eso sí, que hayan cosechado un mínimo de felicidad. Por lo tanto, no es descabellado pensar que todos somos exactamente el mismo niño. Y que nos vamos diferenciando del resto paulatinamente, a medida en que lo dejamos de ser.
Bien: ese niño es Valladolid cuando lo escribe Peláez; de la misma forma en que es Nueva York si quien lo rueda es Woody Allen. Valladolid es la Lima vargasllosiana y la Argelia de Camus. Es todos los libros que hemos leído. Y los que no hemos leído también. Por Valladolid se podría celebrar Bloomsday cada 16 de junio sin ningún problema, pues sus calles, que son historia de Castilla, encierran los mismos escenarios que hay esparcidos por Dublín. Valladolid son recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero. Es ese lugar de La Mancha de cuyo nombre nadie quiere acordarse. Valladolid es Brideshead. Es Macondo y es Yoknapatawpha, si nos da por ahí. Es la plaza de Santa Cruz para un chico del San José. Es todos los colegios del mundo para cualquier estudiante que sepa lo que es la libertad. Es un gol por la escuadra, o un primer beso furtivo a la sombra de un portal. Es un borracho cruzándose con un madrugador. Es una tarde de toros. Es mil partidas de mus.
Yo sé que Valladolid es todo eso porque he leído a José F. Peláez y porque tengo en mis manos sus Vallisoletanías (Difácil), que suenan a letanías de un vallisoletano solitario pero que lo que son, en realidad, son las oraciones piadosas de una religión universal. Por supuesto, Peláez me contestará que me equivoco. Pero no hay que hacerle caso. Él está convencido que ha escrito un canto de amor exclusivo a su ciudad porque no se da cuenta de que lo que ha hecho es prestarnos su voz para que podamos cantarnos a nosotros mismos. Yo me sumerjo en su Valladolid para sumergirme en mi Madrid. Desde allí busco billetes para visitar el de verdad, pero lo hago sin negar ninguna de las líneas que acabo de dejar escritas aquí. Simplemente, me ha surgido la necesidad repentina de conocer aquella niebla. Necesito echarle una mirada al Pisuerga y descubrir si desde allí consigo ver la Castellana. También quiero comprar El Norte para leer como es debido estas mismas Vallisoletanías de las que les vengo hablando. Quiero visitar la imprenta extinta desde donde El Quijote asaltó el mundo; y poder decir que he conocido el sitio donde fue coronada la reina Berenguela. Quiero remedar a Delibes, aunque sólo sea en su andar. Pero tampoco me engaño. Soy consciente de que a lo mejor me limito a ventilarme un buen lechazo. Y ya está. En cualquier caso, me importa poco. Sé también que siempre puedo regresar.
