Anda Bunbury rematando su próximo disco, cociendo sin prisa un nuevo poemario y ya libre, o casi, por esa manía suya de mirar por el retrovisor lo justo, de la dulcísima resaca que le dejaron sus Shows Únicos, esas raves salvajemente endorfínicas que supusieron, en lo que respecta al calendario (quantitas), un regreso constreñido a sus misas paganas, un rechazo a la exposición intensiva, o sea, al par de conciertos por semana durante meses, cuando no durante año y pico, que se tradujo (qualitas) en unas mascletás invasivas, atómicas, perfectas, donde vimos al artista refulgir como no lo hacía en años –por culpa de ese sucedáneo químico de la ortiga llamado glicol–, poderoso, humilde y sorprendente, exhibiendo ante su añorante y efervescente feligresía por vez primera la Cara A de su último LP, el fabuloso Greta Garbo –reconozco que eché de menos, ay, "De vuelta a casa"–, desenterrando de un estrato cuasi neolítico "Entre dos tierras" o reinventando, mirífico y pimientoso, "Cualquiera en su sano juicio (se habría vuelto loco por ti)". Parafraseando al evangelista, en Madrid lo vi y lo atestiguo, y mi testimonio es verdadero, y si no se fían de mí, pregunten a las 12 o 15.000 almas que lo presenciamos en el WiZink Center.
El protagonista de la novela Todos tienen razón (Anagrama, 2011) de Paolo Sorrentino, el cantante Tony Pagoda, clasifica a los hombres en dos categorías: "Los que se ponen cómodos. Y se pudren. Y los otros". Bunbury es de los otros. Su carrera musical no se entiende sin su aversión al anquilosamiento. Sabe que el agua estancada, pese a su aparente salubridad, se acaba pervirtiendo. Por eso desoye –automáticamente, a estas alturas– el cansino gorjeo de esas sirenas varadas que, veinticuatro siete, suplican, algunas frustradas, irritadas e irritantes, el regreso de Héroes del Silencio. Vivir de las rentas jamás entró en sus planes. Y, ya digo, por eso investiga, prueba, construye, ejecuta, publica y, salvo cosa rara, muestra a sus legiones de seguidores. Y, en cuanto concluye el ciclo, vuelta a empezar. "El fin es el comienzo", que canta en "El porqué de tus silencios".
Por otro lado, Bunbury, a diferencia de Tony Pagoda –y, por cierto, de Carlos Boyero–, no cree que "lo fabuloso de la edad adulta es precisamente miseria, humillaciones, carencia, limosnas y fealdades". Conocedor de la tiniebla y de la bruma, es consciente de que, como cantaba su idolatrado Cohen, la luz pasa por la grieta y clama que, pese a las piedras del camino, pese a los momentos de debilidad, que haberlos, haylos, "el futuro es brillante". Quienes le admiramos esperamos, expectantes, sus buenas nuevas sabedores de que a este aragonés errante, a este extranjero de todo el mundo que, cuanto más se limita, más se libera, le queda carrete para rato. Aventuro que sabremos de su arte sin una demora excesiva, y que nos volverá a descolocar, a reubicar y a encandilar. Su heterogénea y vasta historia musical, que acaricia ya las cuatro décadas, amén de la literaria, mucho más breve, mas no menos interesante, le amparan. Qué artífice y que tío tan descomunal, rediós.
En fin, feliz cumpleaños, querido Enrique. Que tengas suertecita.