Si yo fuera padre, temería sobre todas las cosas el día en que mis hijos vinieran a matarme. Pero no temería por mí, sino por ellos. En la vida hay cosas de las que no se puede salir indemne, porque no se pueden esquivar. No tienen la capacidad de desgarrarnos, sino que son el desgarro mismo. Esos golpes vitales son las verdades incómodas, que nos desmienten, y Vallejo los describió como nadie. Abren zanjas oscuras en el rostro más fiero, como si por allí hubiesen pasado desbocados los potros de bárbaros atilas. Son las caídas hondas de los Cristos del alma, de alguna fe adorable que el destino blasfema. Las crepitaciones de un pan que en la puerta del horno se nos quema. O los heraldos negros que nos manda la muerte.
Si yo fuera padre temería sobre todas las cosas el momento en que mis hijos vinieran con el puñal entre los ojos. Y no temería por mí, sino por ellos, porque sabría que detrás de su determinación de sumergirlo en mi pecho no existiría otra cosa que el derrumbe del refugio en el que alguna vez descansó su ingenuidad.
Es posible que madurar sea volver a nacer y que para hacerlo haya que parirse a uno mismo. Se trata de una tarea dolorosa que exige algo más que suprimir a quien nos engendró, y por eso debe ser que tantos se niegan a acometerla del todo en su vida. La cosa es curiosa porque una de las circunstancias por las que comienza a tambalearse el universo de un niño es el descubrimiento de que no todos los adultos lo son, necesariamente. Ni siquiera políticos de la talla de Ayuso y Bolaños demuestran haber superado algunas fases de la adolescencia, y eso que forman parte de un grupo que al menos antes tenía incentivos para fingir sensatez. Sin embargo, son precisamente ese tipo de comportamientos fuera de la edad los que nos permiten percatarnos de que no existen más opciones en este mundo que la cobarde mentira de los niños o la valiente verdad de los adultos. Y que nunca vamos a dejar de tener que decidir entre las dos.
En una escena de la primera temporada de Peaky Blinders, Grace le pregunta a Polly cómo era Tommy antes de la guerra. Ella le dice que reía más, que reía muchísimo, de hecho, y que quería dedicar su vida a los caballos. Después de la guerra, Thomas regresó y retomó las cosas donde las había dejado, sólo que ya no era exactamente quien las aparcó tiempo atrás. Ninguno de los que fueron a Francia han vuelto a ser los mismos, dice Polly también. Las calles se convirtieron entonces en improvisados pasillos de manicomios al aire libre. Y cada loco lidiaba con la demolición de sus certezas como le permitían los rescoldos moribundos de su última fe. Al final de esa primera temporada, Grace intenta enmendar su traición a Tommy confesándole que le quiere, pero él responde que todo se disuelve alguna vez. Incluso el amor que sienten el uno por el otro está llamado a desaparecer, porque el peligro de que algunas verdades fallezcan es que sugieren que ninguna verdad sobrevivirá. Para Tommy la única certeza posible es el presente y por eso responde a quien decida preguntarle que no pretende dejarse engañar por el pasado. Todos los golpes sucumben cuando se quedan atrás, en ese lugar olvidado que dejó de concernirle en cuanto se esfumó por el retrovisor.
Supongo que es una buena filosofía para un gánster. Necesaria, incluso. Sin embargo, antes de la batalla él mismo no puede evitar centrar su minuto más íntimo en el recuerdo del cuerpo de Grace. Si algo tiene el pasado es que es la mentira que más nos concierne. A veces, nos concierne hasta el punto de convertirse en verdad.