
Hace una semana, lo tenía todo planeado. Iba a llegar a casa, iba a pedir comida, iba a escoger una película —no sabía si de las de pensar o de las buenas, que como todo el mundo sabe son las comedias románticas de McConaughey—, iba a embutirme en una manta y a disfrutar de la noche del viernes de la mejor manera en que sé hacerlo: escuchando a los demás vivir más allá de la ventana. Todo lo demás, la pizza, la peli, la manta, el dejar que el sueño me abrazase en calzoncillos, con una corteza en la boca y el mando en la barriga, no era más que un pretexto para poder gozar de la fiesta exterior sin tener que involucrarme en ella. Disfrutar de la libertad del finde desde la seguridad hogareña de no tener que responsabilizarme de sus consecuencias. Pero todo se jodió porque el jueves me hice un esguince y al día siguiente no pude salir de casa.
Existe una diferencia sustancial entre quedarse en casa y no poder salir de ella. Es la misma diferencia que separa tener un plan de no tenerlo. O, para que puedan entenderme hasta los niños que vivieron la pandemia, entre aprender a amasar pan porque tu sueño siempre ha sido convertirte en pastelero o verte obligado a hacerlo después de un par de meses de confinamiento inconstitucional. Lo importante, a fin de cuentas, es que la renuncia sea voluntaria. Conservar una mínima red de seguridad que te ayude a autoengañarte. Saber, en el fondo, que estás más lejos de meterte un whisky que de ganar Euromillones, pero mantener la convicción en la recámara de que con media ducha y dos whatsapps podrías terminar volviendo a casa en ambulancia.
El caso es que al final no hubo comida. No hubo película, ni manta, ni bol de cereales a las tres de la mañana. Por no haber, no hubo ni el goce disfrutón que me da escuchar a los borrachos en la calle, un sonido relajante y familiar que ha venido a reemplazar al de la tele del salón en casa de mis padres. No hubo maratón de series, ni cartas del tarot, ni nueva partida en el Fifa, ni versos a la luna en tu mejilla. No hubo derroche de juventud, que sólo sabe malgastarse. Lo único que hubo fue una mezcla de frustración y rabia. Y muchas horas de mirar por la ventana con cara de perro abandonado, sin ni siquiera fuerzas para ladrar por una libertad que no existía. Igual que Chandler y Joey la primera noche que vivieron separados.
He pensado un poco en ello porque de alguna forma me recordé a mí mismo hace muchos años, un día que renuncié a cenar porque llevaba todo el día pidiendo hamburguesas pero mi madre pidió pizzas. Allí estaba yo, ahogándome en saliva, con los brazos cruzados y la frente arrugada, queriendo castigar a la autoridad materna desde la altura moral de mis diez años. Atado a mis convicciones como un náufrago a un pecio hundido, aguanté la tortura de ver a mi hermano atragantarse con mis trozos y me fui a la cama, todo dignidad y ridículo, sin llegar a comprender que el único que había perdido una batalla aquella noche era yo mismo. Me sorprende descubrir que lo único que nos diferencia de ser niños es que ya no podemos decir que no sepamos que nos hemos saboteado nosotros mismos.
