Era de esperar que Respira, el drama médico de Netflix producido por los responsables de Élite, no tuviera obstáculo alguno en acceder inmediatamente al número 1 de la plataforma. La serie de ocho episodios narra la vida en el hospital ficticio Joaquín Sorolla, en Valencia, en el escenario de una huelga total sin servicios mínimos del personal médico.
La ficción producida por El Desorden Crea tiene en su reparto a Aitana Sánchez Gijón, Blanca Suárez y Najwa Nimri como grandes reclamos, aunque actores de Élite como Manu Ríos garantizan el reclamo del público joven. Y ya desde el principio la producción está cumpliendo su principal objetivo: dividir a la audiencia igual que enfrenta la sanidad pública y la privada.
En el centro de todo, la presidenta (de ficción) de la Comunidad Valenciana, interpretada por una Najwa Nimri ofreciendo su habitual interpretación absorta. Una políticadora conservadora, sexualizada, extrañamente hiperactiva y obsesionada con su proyección pública, que con su pulsera de la bandera española en la muñeca no duda en iniciar un escándalo de corrupción a mitad de la serie y que no duda en coquetear con un médico mucho más joven que ella. También una que sufre cáncer de pecho y se ve "forzada" a tratarse en un repugnante hospital público por mantener las apariencias.
Ya en su primera secuencia, concebida como prólogo, su creador Carlos Montero aborda un tema político con la misma filosofía efectista que los dramas adolescentes de Élite. Un equipo médico se debate entre cerrar o no un paciente en quirófano el preciso instante en el que comienza la huelga de brazos caídos. Aitana Sánchez Gijón defiende la escena con todo su oficio, erigiéndose desde el principio como la segunda villana en escena, reclamando a los médicos que antepongan la vida del paciente a la defensa de la sanidad pública.
Forzar la máquina es, desde luego, la especialidad de una serie no especialmente sutil y conciliadora a la hora de puntuar la situación. Respira es una serie que, en los demás aspectos, no revoluciona nada pero desprende (buen) oficio: se sigue bien, es clara narrativamente, las interpretaciones son, como mínimo, decentes. Las tramas avanzan sin atascarse y Montero demuestra su saber hacer manejando el número justo de personajes, ni muchos ni pocos. El entretenimiento para el público juvenil de Netflix probablemente esté servido, quizá dispuesto a abrazar mejor que nadie que la serie ponga en primer plano y desde el primer minuto la diversidad (sexual, racial, social, religiosa) de sus protagonistas.
El problema para muchos espectadores que lo han subrayado en redes sociales es evidente. La presidenta de la Comunidad Valenciana interpretada por Nimri es, en realidad, un evidente trasunto de Isabel Díaz Ayuso, caracterizada con puro trazo grueso como una villana más cercana a Cruella de Vil que desde su gran mansión, donde domina toda la ciudad, exhibe sin rubor los mismos atributos con los que la oposición de la presidenta madrileña la ha dibujado de manera caricaturesca e insistente ante los medios: desequilibrada, extravagante, borracha y un tanto libertina. Una maniobra destinada a crear un villano claro y añadir notas de humor pero que resulta gruesa y agraviante, en tanto se recrea en atribuciones humanas, ni siquiera políticas.
Su tira y afloja con el razonable pero valiente médico sindicalista interpretado por Borja Luna ofrece momentos más dignos de un folletín diario de después de comer que a Urgencias, todavía la gran referencia en estas lides, o que incluso New Amsterdam, serie que también ponía en el tapete la escasez de recursos de los hospitales públicos. Sus protagonistas no parecen estar imbuidos o insertos en un ambiente obrero o precario, sino simplemente satisfacer sus instintos sexuales durante o después de sus guardias hospitalarias en un hospital de lo más pulcro y bien iluminado.
El problema de Respira no es el trasfondo político de los casos, demasiado cocinados y con vistas a guiñar el ojo a la actualidad (una violación quizá falsa, un suicidio por estrés, el cáncer de la presidenta), sino su voluntad de resultar evidente, que no contundente, integradora y diversa, dando como resultado una serie adoctrinadora incluso para el más ferviente defensor de la sanidad pública. La serie, para ello, no duda en crear una red de personajes relacionados entre sí y cerrar todas las tramas de manera circular (todos parecen estar relacionados con todos, de manera sorprendente) para provocar un dilema moral, o más bien moralista.