
Siete temporadas de Black Mirror son muchas temporadas, y a estas alturas Charlie Brooker debería estar preguntándose donde está el término medio aristotelico entre ser fiel a su concepto, el mostrar diferentes facetas de la deshumanización en tiempos tecnológicos, o simplemente traicionarlo en pos de nuevos lugares y registros. Black Mirror es Black Mirror, y pese al formato autoconclusivo de cada capítulo, esta nueva temporada demuestra que Brooker se repite.
El primer episodio, no por eficaz, así lo demuestra. En "Gente Corriente", referencia nada velada y con esa habitual ironía a la película de Robert Redford, Brooker especula con la posibilidad de que la sanidad privada en su faceta más experimental siga un modelo de suscrpición precisamente como el de Netflix, la plataforma que sustenta su serie: cuanto más pagas, menos publicidad soportas y más calidad recibes en el servicio. La tarifa, por cierto, puede cambiar a gusto de la empresa, y si no lo haces, adiós.
La historia de un ingenuo matrimonio que se ve obligado a sostener esa suscripción para mantener viva a la esposa critica, quizá, ambas cosas, primero con esa ironía tenue que ya se vuelve desgarbada. Brooker apunta a la sanidad y al entretenimiento por suscripción, pero uno no sabe exactamente de cual de ambas esta haciendo sátira. Es evidente que el relato, que va cercando cada vez más a los personajes, es razonablemente eficaz, porque genera aquellas sensaciones donde Brooker se siente cómodo: angustia existencial y pesimismo por el futuro, recreándose en las facetas más oscuras de la dark web.
Black Mirror está ya repleto de referencias internas, como las del hotel Junípero, que encantarán tanto a los fans de Brooker como a Brooker, que se relame mostrandos una pareja encantadora y normal cuya vida, naturalmente, será destruida por una malvada corporación que les conduce a un pacto con el diablo. Todo bien en este aspecto, pero hay algo en el tono recreativo pero distante del autor que genera desconfianza, no tanto hacia los villanos de Rivermind como hacia los propios héroes y la perspectia que Brooker adopta al tratar sus desventuras. El obrero Chris O’Dowd conduce un Volvo Station Wagon clásico, ella es una humilde profesora, y el entorno laboral de ambos solo puede calificarse de tóxico.
A estas alturas queda claro que la única intención de Black Mirror es hacer sentir incómodo al espectador, sacudirle para que reaccione a un entorno crecientemente corporativo que despiliega sus tentáculos silenciosos alrededor de todas las facetas de su vida. Una intencion legítima y necesaria, pero que en Black Mirror, con sus en ocasiones hábiles distorsiones de la realidad, hace preguntarse qué diablos es aquello que realmente proponen al margen de sus recurrentes manías, tanto sobre las malvadas empresas como también de lo que ellos consideran "gente corriente".