El 9 de febrero de 2012, Rosa Díez y Cristóbal Montoro se enfrascaron en el Congreso en un encendido debate sobre el cupo vasco y la aportación navarra.
La portavoz de UPyD argumentó que no podía ser que el Gobierno de Rajoy estuviera defendiendo en Europa una fiscalidad común y, a la vez, en España sostuviera la necesidad de que existieran regímenes fiscales distintos con las haciendas forales que, de facto, suponían un privilegio y rompían con la igualdad entre españoles.
Por el contrario, el exministro de Hacienda —recientemente imputado por supuestamente exigir pagos a empresas a cambio de una legislación más favorable— esgrimió que eran cuestiones muy antiguas, "ancestrales", que respondían a la idiosincrasia española y que ir en contra de ellas era no entender la pluralidad y la diversidad inherentes a nuestro país.
Trece años después, dicho debate sigue más vivo que nunca: según las últimas balanzas fiscales publicadas por un gobierno de España, el País Vasco recibió 1.562 millones más de lo que aporta al año (el 2,43% de su PIB) y Navarra 371 millones (el 2,09%) a pesar de ser, respectivamente, la segunda y la tercera región con mayor renta per cápita de España.
¿Tienen País Vasco y Navarra privilegios fiscales?
Las últimas balanzas fiscales publicadas por un gobierno datan del 2015, pero siguen siendo una referencia válida porque no se han producido cambios macroeconómicos lo suficientemente relevantes entre regiones como para invalidar el escenario global que dibujan. Ese panorama, de hecho, lo que revela es un desequilibrio estructural, tal y como se puede comprobar en el siguiente gráfico:

Huelga decir que la autonomía más rica, Madrid, es también la que más contribuye, aportando 19.015 millones más de lo que recibe, lo que representa el 65% de toda la solidaridad interterritorial. Cada año transfiere al resto de regiones una cantidad equivalente al 9,57% de su PIB, lo que evidencia el efecto sobre la solidaridad común que tienen las haciendas forales.
En contraposición, las regiones que más reciben en términos relativos son las siguientes: Ceuta y Melilla (con el 24,69% de su PIB), Extremadura (15,60%), Canarias (8,58%), Asturias (8,40%), Galicia (7,21%) y Andalucía (6,02%). Es decir, vemos algo coherente con el sistema de financiación territorial vigente, pues los principales factores que condicionan que un territorio reciba más o menos recursos son la renta per cápita, el envejecimiento de la población, la distribución de esta por el territorio y la existencia o no de excepcionalidad fiscal.
Si nos detenemos a analizarlo, el escenario que se nos muestra es muy interesante, dado que persiste en el imaginario colectivo la idea de un sur subdesarrollado y subvencionado. Sin embargo, a pesar de poseer mayor renta per cápita, Galicia y Asturias reciben más fondos que Andalucía en términos relativos: la primera por su elevada tasa de jubilados y la segunda por disponer de planes específicos destinados a paliar el cierre de actividades como la minería o la siderurgia.
En sintonía con lo anterior, también destacan los casos de regiones insulares como Baleares o Canarias. Baleares es la segunda región que más contribuye al sistema por poseer una renta per cápita mucho mayor y una población más joven que la media nacional, mientras que Canarias es de las que más reciben por tener una renta más baja, una población más dispersa y un régimen fiscal especial por su lejanía con la península.
Ahora bien, la lógica de todo este sistema se quiebra cuando analizamos los casos del País Vasco y Navarra, pues a pesar de tener una población más envejecida que la media nacional, sus elevados niveles de renta deberían implicar que contribuyeran a la caja común, no que sean receptoras netas de fondos.
El sistema de financiación autonómica es discutido y discutible, ya que hay quien legítimamente argumenta que sus parámetros pueden beneficiar a regiones como Extremadura mientras se perjudica a otras como la Comunidad Valenciana, pero lo verdaderamente indiscutible es que se está beneficiando injustamente a dos regiones ricas gracias a unos cuestionables beneficios históricos. Resulta paradójico que, los mismos partidos de izquierdas que califican a la Monarquía Parlamentaria de anacronismo injustificable, defiendan con tanto ahínco estos privilegios que vascos y navarros conservan simplemente porque hace trescientos años decidieron apoyar a los borbones en detrimento de los austrias.
La cuestión principal no es el cupo, sino la forma en la que se negocia
Conviene subrayar que el problema del cupo vasco y la aportación navarra no radica, en sí, en su existencia, sino en cómo se calculan. En teoría, consiste simplemente en que una comunidad recauda sus propios impuestos y transfiere una cantidad al Estado por las competencias no asumidas —como defensa, exteriores o seguridad nacional— y por la solidaridad interterritorial. Hasta ahí, podría ser defendible, aunque no podemos obviar que su mera existencia produce una merma en la igualdad formal de los españoles ante la ley, pues el resto de las comunidades no disponen de estas prerrogativas.
El verdadero problema es que ese cálculo nunca ha sido neutral ni técnico, sino político: dado que los partidos nacionalistas vascos y navarros suelen ser imprescindibles para formar mayorías en Madrid, el Estado ha aceptado sistemáticamente una aportación muy inferior a la que realmente le correspondería. Esto atenta claramente contra la igualdad material entre ciudadanos, ya que les permite disponer de mucho más dinero y de mejores servicios públicos.
La arbitrariedad en la negociación el cupo ha sido denunciada por numerosos expertos en la materia. José Ignacio Conde Ruiz, director de Fedea, afirmó que "si el País Vasco formara parte del sistema común, tendría que pagar mucho más". De igual forma, Santiago Lago Peñas, Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Vigo, sostuvo que "el cupo es una excepción histórica que no tiene sentido económico". Incluso una institución como la AIReF defendió en un informe de 2017 que el cálculo se realizaba de una forma opaca, lo que impedía su adecuado escrutinio público.
Hay quienes afirman que, como contrapartida, País Vasco y Navarra no pueden acudir al Estado a que les recate si atraviesan dificultades. En todo caso, este argumento me parece un tanto tendencioso si atendemos a lo que señalaron los economistas Francisco de la Torre y Jesús Fernández-Villaverde en su libro La Factura del cupo catalán: gracias a su sistema de financiación privilegiado, País Vasco y Navarra cuentan con, respectivamente, 5.855 y 7.802 euros de gasto medio por habitante, frente a los 4.225 euros en los que se encuentra la media nacional. En mi opinión, al tratarse de comunidades ricas que, para más inri, reciben recursos del resto de España, disponen de tanto dinero que pensar en un escenario de quiebra es bastante inverosímil.
¿Y qué pasaría de aprobarse el cupo catalán?
Si, tal y como está negociando el Gobierno con ERC y Junts, se le concede a Cataluña un cupo similar, el escenario se repetiría, pues también ellos son clave para la estabilidad parlamentaria y podrían forzar un cálculo favorable, en perjuicio del resto de comunidades autónomas.
Así, lo que nació como una excepción histórica habría terminado convirtiéndose en un mecanismo estructural de desigualdad fiscal, reservado a quienes tienen capacidad de chantajear al gobierno de turno. Con el agravante de que, hasta ahora, el sistema lo soportaba porque País Vasco y Navarra apenas representan el 8% del PIB nacional, pero si se le concediese un cálculo favorable a Cataluña —la cual representa casi el 20% del PIB—, las consecuencias para los servicios públicos de comunidades empobrecidas como Extremadura o Castilla-La Mancha podrían ser devastadoras. La Constitución Española es muy clara: todos los españoles tienen derecho a la igualdad formal y material. Por eso, permitir un cupo para Cataluña constituiría una aberración democrática que provocaría que, dependiendo de la comunidad autónoma en la que residas, tuvieras acceso a una sanidad y una educación muy diferentes.
El procés en Cataluña comenzó con la deriva secesionista de Convergència, cuando Artur Mas exigió a Rajoy un concierto económico y este se negó, al considerar que el sistema no podía soportarlo. Que el Gobierno de Pedro Sánchez esté dispuesto a concederlo para poder seguir en el poder a toda costa es, quizá, el síntoma más evidente de la degeneración institucional que padecemos.
Trece años después de aquel debate entre Rosa Díez y Cristóbal Montoro, ella está jubilada con su honor intacto y permanecerá para siempre el legado de su valiente lucha por la igualdad entre todos los españoles. Por el contrario, Montoro —quien en 2017 dirigió la última actualización del cupo vasco— acaba de ser imputado por, supuestamente, haber concedido privilegios a determinadas empresas. Es la alegoría perfecta de la deriva moral e institucional de una clase política que empezó justificando las desigualdades y acabó usándolas en su propio beneficio.

