En España nos dirigimos, una vez más, hacia un precipicio energético… y lo hacemos con los ojos cerrados. El Gobierno mantiene su hoja de ruta para cerrar la central nuclear de Almaraz en 2027 y, después de ella, las seis restantes que aún sostienen buena parte del sistema eléctrico nacional. Lo hace en nombre de una transición ecológica que ya no convence ni en Bruselas.
Porque conviene recordarlo: la energía nuclear ha sido reconocida por la Unión Europea como una fuente limpia, estable y libre de emisiones. No es el enemigo del clima, sino su mejor aliado. Sin embargo, España parece empeñada en renunciar a ella justo cuando otros países —Francia, Finlandia, Suecia, incluso Polonia— la están ampliando o reactivando.
Lo que está en juego no es una central más o menos: es la seguridad de suministro de todo el país. Lo explicaba hace unos días Mario Ruiz-Tagle, presidente de Iberdrola España: el sistema eléctrico español necesita energía síncrona, esa que mantiene la estabilidad de la red y evita apagones como el del pasado abril. Y esa energía la aportan, fundamentalmente, las nucleares. Con apenas el 5% de la potencia instalada, generan el 20% de la electricidad nacional. Uno de cada cinco hogares españoles se ilumina gracias al átomo.
Cerrar Almaraz sin un plan alternativo real —ni almacenamiento suficiente ni respaldo térmico— sería un acto de irresponsabilidad técnica y económica. Sustituir la nuclear por gas o renovables intermitentes encarecería la factura eléctrica hasta un 30%, minando la competitividad industrial y aumentando la dependencia de fuentes extranjeras. Mientras tanto, el Gobierno predica soberanía energética... pero la destruye. Predica sostenibilidad... y condena al sistema a quemar más gas.
Predica empleo verde... y arriesga los 5.000 puestos de trabajo directos e indirectos que genera Almaraz.
España no necesita más ideología, sino realismo energético.
Las nucleares no son una reliquia del pasado, sino un pilar del futuro si queremos un país electrificado, competitivo y descarbonizado. Quizá sea hora de dejar de hablar de "apagón" como un accidente, y empezar a temerlo como lo que será: la consecuencia inevitable de una política que apaga sus propias luces.

