
Vince Gilligan —creador de Breaking Bad y Better Call Saul— ha vuelto con Pluribus, quizá su obra más sutilmente inquietante. Tras años explorando la corrosión del alma a través de villanos morales y antihéroes, Gilligan decide ahora estudiar un enemigo distinto: un sistema perfectamente bienintencionado que, en nombre de la armonía, devora la libertad individual. No lo hace con violencia, sino con una sonrisa. No amenaza: "protege". No obliga: "ayuda".
La protagonista es Carol Sturka, interpretada por Rhea Seehorn, la extraordinaria Kim Wexler de Better Call Saul, convertida ahora en una escritora de libros comerciales de escaso valor literario pero mucho tirón entre las mujeres de edad media. Al regresar de una firma de libros, y tras un misterioso evento global, encontramos que casi toda la humanidad ha quedado integrada en una especie de mente colectiva, comportándose como un único organismo que aparentemente tiene una conciencia unificada. Todos conectados. Menos ella.
El propio título de la ficción, Pluribus (estilizado PLUR1BUS, evidente guiño a E pluribus unum, lema constituyente de EEUU), anuncia la tesis: "de muchos, uno". Y, a través de la narración, el espectador se termina haciendo una pregunta esencial: ¿qué ocurre cuando ese "uno" colectivo que se muestra servicial, compasivo o empático se dedica a exigir tu disolución en nombre de un bien común?
El diálogo con el que concluye el primer capítulo desnuda esta lógica propia del colectivismo posmoderno y su retórica buenista, amable y paternalista, que no deja de ser una forma de constreñir las libertades y extender el poder del Estado. Al final del piloto que da inicio a la serie, titulado We Is Us, Carol se entrevista con Davis Taffler, subsecretario de Agricultura, convertido en portavoz del nuevo orden. La retórica de quien parece haber asumido las riendas del país es luminosa, tranquila, casi terapéutica. Sin embargo, cada frase que pronuncia es un mazazo contra la idea liberal del individuo.
Taffler explica, con un tono calmado y paternal, los fundamentos de la nueva normalidad a los que Carol deberá atenerse:
"Ahora somos todos uno. Ya no existe eso de que unos mandan y otros obedecen. En realidad… ya no existe esa distinción."
En esencia, es la negación absoluta del sujeto separado del colectivo. Es la disolución del yo y de cualquier resistencia o diferencia bajo la retórica aparentemente conciliadora de la unidad. Y, planteado el escenario de partida, luego llega la oferta, envuelta en terciopelo institucional y concebida con esa retórica asfixiante con que el Estado moderno pretende justificar su omnipresencia en todas las facetas de la vida humana:
"Podemos traerle comida, medicinas, lo que necesite. Día y noche. Sólo tiene que marcar el cero. Estamos aquí para ayudarla. ¿Tiene alguna pregunta?"
No es un discurso amenazante: es, más bien, la dulzura propagandística del Estado "protector" en su forma perfecta. Plantea una sociedad tan servicial y sumisa que convierte la autonomía en algo innecesario. No hace falta decidir, no hace falta esforzarse, no hace falta elegir. "El sistema" te cuida. Pero el remate, disfrazado de empatía, resulta aún más revelador:
"Unos pocos, como usted, aún están… aparte. Averiguaremos qué la hace diferente. Así podrá unirse a nosotros."
Aquí está la distopía real: se reprime la diferencia, es más, se señala y se patologiza, entendida como un fallo técnico que debe corregirse, una anomalía que debe ser revertida. No hay amenaza explícita, no hay castigo, sino algo más sofisticado: la promoción "de arriba hacia abajo" de una supuesta obligación moral que llama a integrarse en la armonía general y asimilar el pensamiento único. El disidente no es enemigo: es un enfermo que aún no entiende lo que es "bueno" para él.
Una advertencia liberal disfrazada de utopía
Gilligan construye en el piloto de Pluribus una suerte de 1984 sin torturas, un totalitarismo emotivista perfecto, un discurso institucional basado en eliminar al individuo. Desde una perspectiva liberal, el episodio es una advertencia clara que debería resonar en la conciencia de quienes han dado por buena la visión del ogro filantrópico y, con ello, han validado la construcción de los gigantescos Estados que hoy nos gobiernan. Varios puntos resultan especialmente destacables:
1. El paternalismo absoluto se disfraza de "cuidado". Pensemos en la retórica empleada por el poder durante la pandemia del covid-19: cada una de sus salvajes restricciones de la libertad individual fueron justificadas en base a ese marco en el cual la libertad queda sometida por completo ante una falsa noción de seguridad.
2. La frase "ya no existe la distinción" lleva el razonamiento colectivista a su extremo lógico, en la medida en que elimina la vida moral del individuo. Sin "yo", no hay libertad ni responsabilidad. El resultado es una sociedad "zombificada" que necesariamente decaerá en la mediocridad que siempre han arrojado como resultado aquellos modelos que han aplastado al individuo invocando la uniformidad.
3. Aceptar la injerencia del Estado se presenta como un deber moral. Que no se "rompe la armonía" es la mejor forma de asegurar que todos los resortes del poder quedarán imbricados en las vidas de los ciudadanos-súbditos. Esa llamada, que podríamos definir como el cultivo de la utopía del consenso, es la forma más seductora del totalitarismo. Cuando todos "están de acuerdo", nadie está pensando.
En el colectivismo amable que retrata el piloto de Pluribus vemos que no siempre es necesario el uso de la fuerza explícita y la represión violenta, puesto que la unanimidad emocional también puede arrojar resultados muy prometedores para quienes buscan ese control absoluto. Todo esto entronca perfectamente con las dinámicas que estamos viviendo en la España de Pedro Sánchez, donde el gobierno no ha dudado en aprobar restricciones draconianas de la libertad individual como las que sufrimos durante la pandemia del covid-19, pero tal forma de sometimiento ha dado pie a una segunda ronda de injerencia basada en la propaganda buenista que escuchamos 24/7 a través de medios públicos, campañas publicitarias y la represión de las opiniones discordantes.
En la serie, Carol no es una guerrera ni una rebelde profesional, sino simplemente una mujer que quiere ser ella misma, con sus contradicciones, su historia personal y su libertad para equivocarse. En un mundo que promete felicidad eterna a cambio de renunciar al yo, Carol encarna la tesis liberal más básica: vivir en libertad implica aceptar el conflicto, la duda, la diferencia y la imperfección, en vez de entregarse a un falso Dios como es el Estado, cuya justificación discursiva tiene todo de anestesia para la sumisión y nada de emancipación para la autonomía y el desarrollo personal.
La genialidad de Gilligan es que se centra en el Leviatán amable. No hay villanos. No hay tortura. No hay fuerza bruta. Solamente un funcionario amable, un político que insiste en repetirnos esas palabras que Ronald Reagan definió como las más peligrosas de todas: "Soy del gobierno y estoy aquí para ayudarle". Dentro de ese marco, el dilema que tendrá que resolver la protagonista es el mismo que se nos plantea a todos nosotros: ¿preferimos ser libres… o preferimos no tener que decidir?
La serie sugiere que la línea entre la protección y la absorción puede borrarse sencillamente, sin que nos demos cuenta. La experiencia reciente de la pandemia indudablemente apunta en esa dirección, puesto que derechos y libertades fundamentales quedaron suprimidos de la noche a la mañana con la aquiescencia y el aplauso (sincronizado) de millones de ciudadanos. A este respecto, Berta García de Vega rescató recientemente las reflexiones Peter Hitchens sobre lo vivido en 2020-2021. Sus palabras son el cierre perfecto a esta reflexión: "lo que aprendimos en aquel tiempo estúpido fue que grandes números de personas, y probablemente una amplia mayoría, no quieren, de hecho, ser libres, sino que le dan la bienvenida a un paradigma que los limita a obedecer órdenes. Por eso, si lo que uno busca es poder, la mejor forma de lograrlo es esparcir miedo y luego presentarse como el protector del pueblo".

