
Uno de los símbolos del sanchismo fue la demolición de la central de carbón de Andorra, en Teruel. La culminación de las ensoñaciones de un PSOE a la deriva en materia energética fue presentada como un amanecer verde. Hoy, varios años después, lo que queda es un solar polvoriento, muchas promesas incumplidas y una comarca que mira al futuro con la sensación clara de que alguien les ha estafado. Esta es la verdadera política energética del Gobierno.
Andorra no era solo una chimenea de más de 300 metros de altura; era una estructura socio-económica completa. Empleo estable y bien pagado, contratas, mantenimiento, transporte, comercios que vivían del turno de noche y del de mañana. Cuando el Gobierno decidió llenar la térmica de dinamita, se envolvió en la bandera de la "transición justa" y prometió reconversión industrial, polos tecnológicos, miles de empleos verdes. La realidad es bastante menos épica: proyectos eternamente "en tramitación", concursos bloqueados, inversiones que se esfuman hacia lugares menos hostiles y apenas unas decenas de empleos reales para sustituir a centenares perdidos.
No es un caso aislado, es un patrón. Ocurrió con las centrales nucleares de Zorita y Garoña y también con otras centrales de carbón. Se vendieron los cierres como una victoria moral, un triunfo ideológico, casi una purificación del territorio. A cambio, se prometieron parques empresariales, centros logísticos, "nuevas oportunidades". Lo que ha llegado, en el mejor de los casos, son polígonos semivacíos, proyectos que se anuncian en ruedas de prensa y se entierran en el BOE, y pueblos que sobreviven gracias a las pensiones y a los fines de semana de turismo ocasional.
Estas instalaciones eran, en muchos casos, el último dique de contención frente a la España vaciada. No solo eran megavatios; eran nóminas, hipotecas pagadas, jóvenes que no tenían que marcharse a 300 kilómetros para encontrar un trabajo digno. Cuando se dinamita una central sin haber traído antes industria equivalente, lo que se está dinamitando es el tejido social de toda una comarca. Luego llegan los planes estratégicos contra la despoblación, los comisionados, las oficinas del "reto demográfico". Mucho papel, mucha foto y muy poca realidad.
Una transición energética seria se hace al revés de como la está haciendo este Gobierno. Primero se asegura la llegada de nuevas actividades productivas, luego se programa el cierre gradual de las viejas. Aquí se ha elegido la secuencia más barata políticamente y la más cara socialmente: cerrar rápido para salir en los titulares y abandonar a la gente a su suerte. El resultado es obvio: territorios sacrificados en nombre de un medioambientalismo de salón que no trae más que pobreza.
Porque un "hub de innovación" que solo existe en notas de prensa no ocultan la desaparición del principal contribuyente del municipio. Las promesas de miles de puestos de trabajo en la industria del "hidrógeno verde" no ocultan la realidad de que nadie va a querer comprar ese hidrógeno y, por tanto, jamás se va a producir. La promesa de esos puestos de trabajo es una estafa, en toda regla.
Una "transición justa" sin trabajo no es transición ni es justa: es simplemente propaganda. El paisaje podrá ser más "instagramable" sin chimeneas, pero detrás de esa postal hay pueblos enteros condenados a elegir entre hacer las maletas o resignarse a la decadencia. Y esa, por mucho que la adornen, no es una transición energética: es una rendición moral.

