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Mubarak: el fracaso del faraón

Durante treinta años, Mubarak construyó un régimen draconiano que no pudo culminar: la dinastía faraónica. 

Cuando, en 1981, Muahammad Hosni Sayyid Mubarak llegó a la presidencia egipcia, pocos pensaron que pudiera sostenerse por mucho tiempo. Sólo habían pasado ocho días desde el asesinato de Ankwar Sadat, y el país vivía atenazado ante la inminencia de una guerra civil. Este militar supo sacar provecho de una sociedad traumatizada por el asesinato de su rais a manos de radicales islámicos, temerosos ante el caos que parecía avecinarse.

Sin apenas proyección internacional, y con pocos méritos más que haber esquivado las mismas balas que acabaron con Sadat, el corpulento militar comenzó a construir en Egipto su particular imperio del miedo. Libró a los egipcios del caos, a cambio de un precio muy alto: su libertad. Desde el primer día, Egipto quedó bajo el yugo de la Ley de Emergencia, que no se disolvería ni siquiera en las postrimerías de su 'reinado'. El rais tenía potestad absoluta para aniquilar las libertades y los derechos humanos; y no dejó de hacerlo hasta el último de sus días al frente del país. 

Mubarak empleó tres décadas en edificar un sólido régimen draconiano sobre la premisa de proteger a Egipto de la dañina influencia del terrorismo islámico, lo que le granjeó los apoyos de Occidente como baluarte de la estabilidad de una región problemática. Consiguió la paz con Israel y frenó el avance del islamismo radical; coronando su mandato con un despegue económico sin precedentes para el país. La comunidad internacional lo consideró siempre como la menos mala de las opciones.

En pos de esos méritos, su monopolio del poder absoluto quedó casi desprovisto de crítica. El débil movimiento opositor que demandaba más cuotas de libertad era implacablemente acallado, por lo que se sucedieron décadas de aparente normalidad. Al tirano militar le sentaba bien el traje de estadista moderado.

Hasta que la profunda corrupción del faraón comenzó a erosionar esa falsa calma que inundaba el país del Nilo. Quizás por un exceso de arrogancia, los excesos de la opulenta vida de su clan y su camarilla dejaron de ser un rumor para convertirse en algo público y notorio. Los Mubarak gastaban a manos llenas el dinero de su pueblo en todas partes del mundo: yates, tiendas de lujo, fiestas con super estrellas... El régimen policial se intensificó, y siguió pisoteando a sus ciudadanos.

Políticamente, Mubarak estafó a su pueblo cuantas veces quiso. Convocó referendos políticos de fiabilidad más que cuestionable, en los que no dejó a ningún otro candidato postularse para su cargo. Cuando, obviamente, venció, se envolvió bajo la bandera de la democracia para seguir gobernando con mano de hierro. Mediante la herramienta de la prohibición de candidatos, convocó también varios procesos 'electorales', que resultaron un embuste desde cualquier perspectiva.

Quizás si el pueblo tunecino nunca se hubiera levantado contra Ben Alí, Mubarak seguiría ejerciendo del superviviente nato que ya fue. Se salvó de seis intentos de asesinato, y acalló los intentos de aperturismo, incluso dentro del Ejército, cuyo control era absoluto. Pero no pudo con dieciocho días de protestas, en los que la plaza Taharir rebosaba de ansias de libertad frente a un régimen corrupto hasta la médula. 

El plan de Mubarak se frustró ese 2011. Su hijo ya nunca heredaría su faraónico imperio, ni los libros de historia le recordarían como el estadista que logró mantener la paz en el avispero de sus fronteras, ni se convertirá en el artífice magnánimo del despegue económico del país del Nilo. Será el tirano que su pueblo derrocó, y el anciano que murió en una cárcel donde había empezado a rendir una parte de sus cuentas por treinta años de agonías y atropellos. 

 

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