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Pablo Molina

Unos ateos muy meapilas

La envidia, que es el deporte nacional por excelencia, explica a veces sentimientos tan aparentemente complejos como el de una pandilla de ateos intentando emular aquello cuya existencia niegan.

En estos días de recogimiento y fervor, que se decía en la oprobiosa, van a multiplicarse las expresiones piadosas en algunos lugares de España, comenzando por la capital, que en el último momento se ha librado de una charlotada procesional organizada por los supuestos defensores del laicismo, infinitamente más meapilas que el católico más carpetovetónico que encontrarse pueda.

Al lado de estos ateos a la violeta, los lefebvristas son rotarios ecuménicos, porque la pretensión de organizar unos desfiles plenos de cretinismo, en paralelo a las procesiones católicas, sólo se entiende desde la admiración más profunda hacia aquello que se pretende denigrar de forma tan infantil. Son ateos, sí, pero ateos católicos a machamartillo y con la fe del carbonero respecto al dogma sagrado, que ellos veneran con esa estolidez tan enternecedora.

Los izquierdistas imitadores de ZP –que ya hay que tener baja la autoestima–, se han quedado en Madrid sin manifestación paralela al desfile pasional del Jueves Santo, pero a cambio tienen miles de procesiones a su disposición a lo largo y ancho de España para vestirse de nazareno y cargarse al lomo un trono de los más pesados, que es en el fondo lo que les gusta.

A estos ateos católicos es que les das un cirio encendido y un capuchón y se lo pasan bomba la noche entera recorriendo descalzos las calles del pueblo. Si hacen como que se enfadan ante estas expresiones de religiosidad popular es porque sus vicios públicos o sus torpezas privadas les impidieron ser aceptados en la cofradía decana de su pueblo o ciudad. La envidia, que es el deporte nacional por excelencia, explica a veces sentimientos tan aparentemente complejos como el de una pandilla de ateos intentando emular aquello cuya existencia niegan.

Por eso son incapaces de ignorar la Semana Santa y se desgañitan organizando una cosa paralela, para que todos estos fracasados puedan ser penitentes, estantes y mayordomos sin la competencia de los que realmente saben de esto y atesoran los méritos piadosos que ellos jamás van a alcanzar.

Yo los dejaba desfilar, pero descalzos y paseando a una Diosa Razón de mil trescientos doce kilos, que es lo que pesa La Última Cena de Francisco Salzillo, cuyo desfile por las calles murcianas en la mañana de Viernes Santo jamás se perdió el inolvidable Jaime Campmany. Estoy seguro de que el Maestro de la columna estaría aquí de acuerdo conmigo.

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