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Alberto Míguez

El submarino amarillo o la prueba del algodón

La historieta del submarino atómico inglés varado en Gibraltar y su larga reparación en la rada de la colonia, merecerían sin duda una larga consideración sobre la capitidisminuida diplomacia española, siempre dispuesta a mirar hacia otro lado y escaquearse cuando lo que se juega son los intereses, la seguridad o la dignidad de los ciudadanos. Ni durante la aborrecida dictadura se habían dado casos más flagrantes de laxismo o indiferencia por parte de quienes en teoría se desvelan por evitarlos, máxime cuando se producen en un lugar tan crítico como el Peñón y sus alrededores.

El clamor de los vecinos del Campo de Gibraltar e incluso de los “llanitos” (los habitantes de la colonia) pidiendo información sobre un asunto opaco sirvió apenas para que un tropel de ministros (Rajoy, Piqué, Álvarez Cascos) tranquilizaran en los meses pasados a la ciudadanía mintiendo a destajo. Ahora resulta que ni estaban informados de lo que ocurría en la bahía de Algeciras, ni recabaron en su momento la información precisa a los amigos y aliados británicos.

Tarde, mal y nunca, el “Canciller” Piqué le escribe ahora a su colega británico Cook solicitando amablemente algunos detalles de lo que está sucediendo. En cualquier país bananero, a un ministro así le daban el finiquito al concluir el mes.

La prueba del algodón viene ahora. Para que los técnicos españoles puedan finalmente visitar el submarino amarillo (los medios de comunicación ya lo hicieron semanas atrás por graciosa concesión de la Navy) y emitir una opinión autorizada deben, debemos, recabar la autorización del “ministro principal” de la colonia. Exactamente igual que cuando los ingleses firmaron un acuerdo sobre el uso conjunto del aeropuerto y terminaron sometiéndolo al buen saber y entender de los colonizados que, naturalmente, lo rehusaron.

La permanente política de cesión y recesión con que la diplomacia española ha gestionado el “asunto exterior”, léase Gibraltar, conduce a estos resultados. Se abrió alegremente la verja, se firmó un acuerdo según el cual España retiraba todas las objeciones a la política comunitaria sobre transportes que afectaba al Peñón, se permitió que el incansable flujo de tráficos ilícitos siguiera fluyendo desde la colonia y se puso en marcha una política de carantoñas y arrumacos entre los dos jefes de gobierno como si un paseo por las marismas de Doñana sustituyera una negociación en regla sobre asuntos pendientes y a cara de perro, como debe ser.

Y estos son los resultados: el “ministro principal” de la cosa sigue condicionando las relaciones entre dos países soberanos, supuestamente amigos y aliados en la UE y en la OTAN. Hasta para evaluar los riesgos nucleares que corren un cuarto de millón de habitantes en el Campo de Gibraltar, hay que pedirle permiso a Caruana y sus sayones, dedicados al negocio del “off shore” y demás golferías.

La responsabilidad es compartida. Desde Fernando Morán que abrió por orden tajante de Alfonso Guerra la verja -el talón de Aquiles del Peñón- hasta Matutes, que amagó y no dio, todos los inquilinos del Palacio de Santa Cruz tienen responsabilidades compartidas y clarísimas sobre la burla de Gibraltar que ahora se descubre como una novedad gracias al submarino amarillo.

Si siguen así las cosas, la rada colonial se convertirá muy pronto en el principal taller nuclear mediterráneo de la corona británica para ludibrio y maravilla del aznarato y sus terminales mediáticas.

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